jueves, 16 de septiembre de 2010

Apenas entró al cuarto pensó (es natural) que la habitación del hotel Asta estaba vacía y limpia, pero abrió el ropero y vio vestidos. Se vio como desde afuera (la ventana era enorme pero séptimo piso) de frente a un conjunto de vestidos de otra. Los olió: podía ser su olor para alguien que no la conociera. Se reconoció (era), se conoció oliendo esa ropa, hasta los gestos que los demás le conocen y ella no pudo como tocar oliendo eso. Soltó el bolso de mano (al pie de la cama) y caminó el resto del cuarto, el baño: todo limpio, desinfectado hasta. Cerraba: una muqui pajera que limpió así nomás y no miró el ropero que turbiamente quedó lleno. Ahora esto es mío.

Se me ocurre escribir una cosa policial, a la dueña de los vestidos la asesinaron o algo, pero mejor drama de “una mujer sola en un cuarto de hotel” como escrito apurado al tuntun del significante.

Agarró primero más vale que el vestido rojo y lo olió sólo. Como en espejo, pestañó. Caminó con el vestido apretado entre las manos hasta la ventana (invierno, el río, noche normal) y lo soltó. Cayó, rojo. Se puso contenta. Los tiró todos y prendió la tele. Después lloró. Después hizo unos llamados por teléfono, miró más tele y se durmió.

Había manejado 14 horas sin descansar, cuando entraba al hotel se movía con la seguridad de una imbécil, y mientras se hundía en la cama repetía la mismo musiquita que no se pudo sacar de la cabeza durante todo el viaje. Despertó a las cinco, la cabeza se le agrandaba y volvía a achicar. La ventana del cuarto estaba entreabierta: circulaba una línea de aire, algo frío. Tornella se asomó: todo le interesaba, las luces de los autos, esporádicas, el remoto amanecer naranja, la posibilidad de ver minúsculo y silencioso algún animal cruzando esa ruta flaca y fea y devorada por pastizales. Quiso hacer un llamado y revolvió en la oscuridad su cartera hasta dar con el teléfono. Volvió a acostarse en la cama y a cerrar los ojos mientras esperaba que atiendan.

- Dijiste que ibas a dormir en el auto. Cómo que no sabés cuánto hace que estás ahí.

- No me acuerdo, no me acuerdo nada. Ni si era de día o de noche cuando llegué.

- Tenés que seguir viajando ya.

- No jodas. Acá está todo bien.

- A Jazmin le dije que vas a volver pronto.

- ¿Porqué hiciste eso?

A veces cerraba los ojos para hablar y a veces los abría bien grandes, con fuerza. A veces cerraba los ojos para escuchar, a veces los abría. Era lo mismo porque estaba en un cuarto oscuro.

- ¿Cómo está Jaz?

Estiró las piernas.

- ¿Duerme?

- Sí, duerme. Anoche volvió a dormir. En una hora tengo que despertarla. No la está pasando bien.

Las dos mujeres quedaron en silencio. Las dos en construcciones antiguas, de techos altos, oscuras, con el sol del otoño tardío empezando a alumbrar. Las dos calladas sostenían teléfonos celulares pegados a la oreja derecha, las dos pensaban sin parar y no abrían la boca, las dos mujeres quedaron mudas mirando la ventana, el drama de la luz, un pájaro grandote y torpe sacudiendo el cuello y las alas y cortando la ventana en dos.

- Prometeme que vas a seguir viajando.

- Tengo que dormir un poco más. Perdoname. No te quiero mentir.

- Está bien. Cuidate. Te quiero mucho. Todas te queremos mucho.

- Yo también las quiero. Mandale un beso a las chicas y deciles que voy a estar bien.

Empezó a recorrer el cuarto: abrir cajones. En un ropero encontró un vestido colorado. Enorme, el vestido de una gorda. Lo agarró con las dos manos de dedos flacos y duros, lo retorció, lo olió: nada especial. En la calma tierna de ponerse a recordar otra vez se le pegaba esa musiquita. Llevó el vestido a la ventana y lo soltó: cayó, rojo. Pasaba un grupo de pájaros grandotes y torpes, parecía que les costaba volar.

Se ató el bolso y la cartera y bajó.

- Me voy, te dejo libre la doce. ¿Cuánto es?

- A ver.

Era un hotel, casi una casa, todo de madera vieja. La empleada buscaba en un cuaderno de hojas cuadriculadas y entraba el ruido de los pájaros, el ruido de los bichos, el ruido de unos árboles, que eran álamos.

- Acá dice que ya pagó el miércoles y que le queda una noche más.

- Tenés razón. Igual me voy. Te dejo esa noche de propina.

- Gracias... muchas gracias... perdone.

- ¿Qué?

- Usted es Tornella Baggio, la bailarina, ¿no?

- Sí.

- Vi unos videos suyos bailando.

- ¿Te gustaron?

- Sí, mucho. Bueno, yo no entiendo mucho pero me gustaron.

La mujer se emocionó, caminó hasta el auto y arrancó de nuevo.


martes, 14 de septiembre de 2010

Ahí es cuando empieza la música rara del cuarto piso del edificio de al lado, a las diez, y hasta la una no para. A esa hora llegan los chicos del colegio y almorzamos, utimamente en silencio. Después de comer yo me acuesto y ellos salen a jugar a la vereda. El 11 de agosto los chicos me despertaron (saben que para mí la siesta es sagrada) porque un borracho estaba vomitando en la puerta de casa. Cuando llegué afuera lo vi: un hombre grande, entre 65 y 70 años, alto. Le llené la bañadera y pedí a los chicos que preparen café.

Mientras Ari servía el café manipulando el juego de tazas grandes con sus manos de nene estaba el desconocido desnudo en la cocina, chorreando. Le alcancé ropa mía, ropa vieja, la suya estaba sucia y la puse a lavar.

- Maté a mi mujer con un hacha.

Jazmín se llamaba su mujer y tenía 22 años. El hombre, Durazno me dijo que lo llame, no recuerda qué pasó. Hace un año perdieron un hijo y empezaron a tomar y pelearse. El es viejo y enorme, ella jóven y minúscula, pero viva y loca: atacó con sillas, cuchillos, herramientas del taller. La última vez Durazno la mató.

Los chicos escuchaban con atención. Durazno hablaba con miedo y con tristeza y yo decidía ayudar al pobre hombre. En la ciudad contra la policía no tiene chance, debería llevarlo al campo y darle trabajo de peón. Durazno es un hombre oscuro de bigote blanco, robusto y de manos grandes. Yo soy petiso, pálido y con un cuerpito ridículo como de adolescente lampiño. No puedo evitar intimidarme frente a cuerpos tan superiores al mío. La noche del jueves al viernes Durazno dormiría en el sofá del living y el viernes por la tarde lo cargaría en la camioneta y saldríamos hacia el campo de Puan, Provincia de Buenos Aires, en el límite con La Pampa.

Esa noche hicimos un asado en la terraza. Comimos vacío y entraña, un poco de molleja, chorizo, media morcilla cada uno, ensalada de papa y huevo, tomamos mucho vino y fumamos marihuana. Los chicos invitaron cada uno un amigo a dormir y jugaron y gritaron hasta entrada la madrugada. Hubo clima festivo: le mostré a Durazno mis discos, le gustaron los de mi época brasilera, especialmente uno con canciones sobre el mar. Nunca había visto el mar, pero le gustaba mucho cuando en una película aparece el mar. Un día vamos a ir juntos a Brasil, le dije.

Seguimos tomando vino, una botella atrás de otra, hasta ver el amanecer.

- Al principio, de pibe, me sentía aplastado, como un insecto, dividido en dos. Era malo, pero una mujer me hizo bueno. Creía ser bueno. Se nota que seguí siendo malo.

Me tomé el día siguiente libre de trabajo: fue un día de resaca y viaje. Metí a Durazno en la camioneta y salimos para el campo. Los chicos quedaron con la mamá en la casa de Hurlingham.

El viejo resultó un humorista, así que el viaje fue cómodo.

Aprendió de a poco a cabalgar, a pesar, a vacunar, a capar, a arrear. Se convirtió en un buen laburante.

Esa es la primera parte de la historia de Durazno. Siguió tomando mucho alcohol y se mimetizó con los hombres de la zona. Es un buen tirador, capaz de volarle la cabeza a un pato desde cuarenta metros. Los chicos ya tienen más de 20 y yo estoy enfermo. No me queda mucho tiempo y decidí pasar mis últimos meses en el campo.

Estaba solo, haciendo la sobremesa, cerca del fuego en la casa grande, leyendo. La voz de los peones llegaba confusa desde el puesto. Tomaba ron cubano bastante ya borracho. Me concentraba con los ojos cerrados para oir a los insectos equivocados chocar como martillos en el vidrio. Una noche despejada, luminosa, en la que gracias a la luna y las estrellas se alcanza a divisar el alambrado. En eso se escuchó de lejos la voz borracha, vueltera, de Durazno, que cantaba imitando la fonética del portugués. El mar, cuando quiebra la playa, es bonito, es bonito, gritaba y se caía y se volvía a incorporar, hasta desmayarse en la puerta de la casa. Estaba vomitando cuando abrí la puerta y lo ayudé a entrar, y entraron con nosotros decenas de bichos, cascarudos, mariposas nocturnas. El álamo se agitaba, aplaudía, a pesar de que no había una gota de viento. Dejé al viejo en el suelo del living y fui a preparar un café bien fuerte.

- Nos vamos a morir juntos.- Me dijo.

- A vos te queda más tiempo, viejo hermoso. Dale, levantate, hice café.

- ¿Se acuerda de los chicos?

- Cómo no me voy a acordar de mis hijos.

- ¿Los vamos a ver de nuevo?

- Me van a visitar.

- El café ya está frío.

- Dame que lo caliento.

El ventanal se sacudió. Miré el cielo a través de los vidrios: una nube, sola, con forma de sonrisa o de garra, le apuntaba a la luna. Me asomé: el vidrio temblaba, la nube se movía, pero no había viento. ¿Llovería al día siguiente? La luz a esa hora empieza a subir y a bajar, se estaba acabando la nafta del motor, así que atravesé la casa buscando algunas velas. Se escuchaba una lechuza. Salimos a tomar café y comer queso y dulce a la galería. Mantuvimos el silencio.

- ¿Se acuerda de la inundación?

- Sí, claro.

- ¿Y de los asados?

- Sí.

- ¿De todos?

- De todos.

- ¿Del primero?

- En especial del primero. ¿Qué te pasa?

- Nada, disculpe. Nada.

Pasamos unos minutos sin hablar, escuchando el álamo, los pájaros y los insectos. Pero el viejo Durazno no aguantó.

- ¿Y de las mujeres se acuerda?

Un rato después, unos minutos o unas horas, Durazno volvió al puesto.

Esa fue la última vez que lo vi. A la mañana siguiente, cuando los peones se levantaron, cuentan, creyeron que por la borrachera dormiría hasta tarde y no quisieron molestarlo. Recién a media mañana notaron que su caballo faltaba y lo fueron a buscar. La cama estaba hecha, la ropa en sus cajones, pero Durazno se había ido.


lunes, 13 de septiembre de 2010

Tenía un caballo abajo mío y otro arriba. Volví a cerrar los ojos. Los abrí de nuevo: el chino, uno de los rastis, me llevaba cargando mi cintura en su hombro. Ibamos en un caballo del color del café con leche y me dejé cargar alrededor de una hora. Al atardecer vimos lejos, desordenadas en el horizonte, casas blancas, a las que vamos a apuntar a partir de mañana. Los caballos y los rastis insisten en parar a comer y pasar la noche acá. Por mí mejor, estoy dolorido. Los otros tres blancos querrían seguir la marcha hacia las construcciones que vimos hace unas horas, hacerla, la marcha, a ciegas, porque la luna está tapada por nubes que no van a despejar. El último pueblo que pisamos era de casas destruídas en las que solamente quedaban gatos y perros y pocas gallinas. Comimos gallina, comimos perro y comimos gato: la única carne desde que salimos de Gita. Secretamente (todo está funcionando secretamente) todos esperamos que un caballo desista para volver a comer carne. Llegado un punto es placentero el cansancio, es placentero el hambre, placentero el dolor de cintura. También secretamente, claro.


Vi pasar la sombra de un pájaro, pero levanté la cabeza y volando no había ningún pájaro. La última bandada que vimos formaba una C que progresivamente fue mutando a T. Puntos negros en un cielo nublado, formando una C que se transformó en T.

Los mujeres ya duermen. Los rastis, a muchos metros, hablan susurrando, tejen. “¿Sabés qué me comería yo? Una mulita”. Son muchos, todos negros, menos el chino. “¿Porqué ya no se ven pájaros?”.


A la mañana levantó viento. Fumagalli nos despertó porque le pareció escuchar voces traídas por ese viento fino y tenso desde donde ayer se veían casas: hoy el horizonte ya no está tan limpio y solamente el chino cree ver lo mismo que ayer. Un mujer se pasó la mañana vendándome la cintura. Ya creo que puedo volver a cabalgar.


Cabalgamos todo el día y nunca llegamos ni pudimos ver de nuevo las casas blancas. Estamos perdidos. “¿Sabés qué me comería yo? Un chancho me comería yo, un chancho entero, no un lechón: un chancho”.


Ayer, un calor bobo, vimos un cementerio de aves. Gallinas y tordos más que nada, plumas desparramadas (más que nada) por espacio de una hectárea. Dormimos sobre las plumas para amortiguar. “Es de buena suerte”.


Ya nadie habla: cabalgamos en silencio sin mirarnos la cara. Yo pienso: creo que a C la quise de verdad, pero recién ahora me doy cuenta. Pienso: el desierto estaba cubierto con plumas.


Dimos con una bocha de casitas y gente. Gritamos, festejamos, hablamos como ametralladoras. El pueblo se llama Duras y el líder es un hombre oscuro de bigote blanco. Fuimos un acontecimiento: las mujeres del lugar, al ver de lejos nuestros caballos y nosotros, se acercaron corriendo, gritando. Nos dieron de comer avena y huevos. “¿En qué idioma escribís?”, “en español”, “¿porqué?”, “porque soy de Argentina”. Las mujeres se agrupan para escucharme hablar.


- ¿Qué les pasa a nuestros caballos?

- Se cansan, bajan.


También comimos hongos y raíces de un arbol llamado Gambo, muy nutritivas, de las que pensamos llenar las bolsas de los rastis. Todos los animales de pueblo, menos las gallinas, están enfermos, seguimos sin comer carne. Pasó una semana y ya se habla de seguir hacia el este. Dos de los rastis van a quedarse. Creen que embarazaron a alguien y pidieron permiso para quedarse. Sus caballos siguen con nosotros.


Arrancamos de buen humor, cantando. En Duras había un gato blanco, recién nacido enfermo desnutrido y pelado. Tenía los ojos cerrados: a punto de morir solamente se movía respirando (costillas adentro costillas afuera). Una gallina, gorda, a los picotazos empezó a comerlo cuando todavía respiraba.


Llegamos a la orilla: en Gita éramos el doble de hombres y de caballos que ahora. Nos sentamos a mirar el agua, nos dormimos y volvemos a despertar tantas veces.

jueves, 2 de septiembre de 2010

La verdad: todos juntos parados en la orilla, mirándola. Ahora lo niego porque se re va a agrandar, pero nos baboseábamos mal mirándole el culo y las gambas. Ahora le digo que se nos había ido la pelota al mar. Pero nos juntábamos en patota a mirarle el culo a Gabriela y ahora vivo con ella.
16 años de un amor de víctima y victimario. Estábamos locos cuando me vio con un pantalón corto de jean y una camisita de tela finísima y azul, un poco rota, como es natural en el género de las camisas de nene lleno de tierra. Tierra: abajo de los ojos, en la nuca y mucha en los muñones: rodillas, talones y muñecas. Pero blancas como un hueso las nalgas, el pubis y las caderas. Gabriela era la primera o una de las primeras con buenas tetas en todo el pueblo. Cualquier adulto se hubiera dado cuenta de que a los 20 ya sería una gordita, para nosotros su cara y su manera de despreciarnos eran las de un minón eterno. Pero la eternidad, como se aprende en la calle, no existió.
No criamos chicos para poder seguir fajándonos. Voy a esquivar la autobiografía. Gab, a los 25, al cumplir, empezó a escaparse de casa. Salía como si nada y supongo que sin planearlo no volvía esa noche. Me fue criando, al principio se borraba una noche sola y cuando me acostumbré más. Y yo me hacía el que no, pero estar solo en nuestro departamento me fue haciendo triste.
- ¿Gaby?
o
- ¿Gab?
o
- ¿Churrasquita?
o
- ¿Gabriela?
Decía cada vez que escuchaba un ruido en ese departamento muerto. A veces era ella, porque casi siempre volvía. Pero progresivamente fue dejando de volver. Y yo gritaba su nombre como un ridículo.
Me gusta pensar en la piba a la que le mirábamos el orto en la playa del pueblo. Teníamos casi la misma edad pero ella era mas mujer, y así nos fue. A veces me perdía (flaquito y grosero) en su tarde. Los dos creíamos ser más inteligentes que el otro. Nos mudamos juntos a Buenos Aires. A veces me siento a cocer y ella no tolera que piense en otra cosa. Camina todo el departamento esperando que la mire y yo prefiero jugar a no mirarla. Me apoya la cabeza en el hombro o en los muslos y me pregunta si todavía la quiero. Y a mí me quema la aguja pero me la banco y le respondo la verdad. Y ella sigue caminando de norte a sur, de sur a norte, en este departamentito que a la noche parece una carnicería. A veces, para concentrarme en la tela y buscar un ritmo a las puntadas, cuento sus pasos. Después me dice
- Odio que no me des pelota.
- Diste 628 pasos. Y los dos suspiramos. En la mesa ratona hay tres platos sucios, dos vasos, una taza, un libro, un repasador, dos ovillos de lana blanca, dos ovillos de hilo blanco, un dibujo de un cangrejo, su diario íntimo abierto, su cartuchera, una botella vacía, un salero, sal volcada. En el piso hay ropa y papeles escritos. En un rincón la licuadora.

lunes, 30 de agosto de 2010

Cuando se decidió que la amistad había terminado Osvaldo pudo sin ninguna dificultad empezar a tomar un poco menos y ponerse a trabajar. Juntó una guita pensando en irse septiembre a Ouro Preto a visitar una amiga argentina que estaba viviendo de la minería. El martes le sonó el teléfono temprano: atendió, dormido, era Vera, para desayunar. Decidió seguir durmiendo. De nuevo Vera a mediodía, a ver ahora para almorzar: salió Osvaldo de la cama, miró sus mails, tomó un café. Mientras esperaba que el agua se caliente caminó por el jardín. Los jazmines seguían sin flor; agarró un poco de menta para ponerle al café. Se duchaba no de espaldas a la ducha sino de costado, de frente a la pared, con el agua bien caliente cayendo sobre el lado derecho del cuerpo, el izquierdo enfriándose y mirando el salpiqueteo contra los azulejos: pedacitos de agua, cada uno dueño de un ruido y de un ritmo, un tiempo, real pero con el grado de realidad de lo imaginario.
Cuando empezaba a elegir qué ropa ponerse sonó el portero, ya era Vera. La verdad no tuvo que esperar tanto; fueron a un bar feo pero silencioso en la misma cuadra.

- Quiero que vayas al gimnasio conmigo.
- ¿Para qué?
- Que hagas natación. Está bueno.
- Pero hay que pagar como 300 mangos. Es una estupidez.
- Además así me caliento mirándote en los aparatos.
- Bueh. Algún día voy. ¿En qué andás?
- No, en nada, dando clases. ¿Estás laburando?
- Muy poco, a la mañana.

Vera es una mina linda, colorada, parece más jóven de lo que es. Hizo arquitectura, no terminó, se puso a dar clases de matemáticas y de un par de idiomas a la mañana y a la tarde pintaba cuadros muy chiquitos, 40x30 como máximo, abstractos onda Rothko. Vivía sin un mango generalmente pero más tranquila y alegre que cuando pensaba en hacer una carrera exitosa y todo eso.

- Me estoy cansando del invierno.
- ¿Cómo están con Esteban?
- Una época de mierda. Él está todo el día nervioso, se enoja, llora. Se le va a pasar rápido, pero me tiene podrida.

Comieron dos minutos en silencio, mirándose.

- ¿Sos feliz vos?
- No sé, no me doy cuenta.
- El otro día en un pool me dio un ataque de paranoia. Estuve seguro de que todos sabían todo. Que compartían un código que me excluye o que yo no entiendo. Me tuve que ir.
- ¿Qué será? ¿La abstinencia?
- No sé, creo que estoy neurasténico.
- No digás giladas. Che, ¿viste qué bajón lo del novio de Emi?

Y así. Osvaldo pensaba que Vera se aburría y viceversa, pero los dos la estaban pasando bien.

lunes, 5 de julio de 2010

Para llegar tuve que andar en un barco vacío durante muchas horas, más de 500, y era tan difícil, me mantuve tan ocupado, el suelo se movía tanto, que en un momento miré para arriba y me di cuenta de que hacía rato que las nubes estaban quietas y marrones, los pájaros quietos, y arriba también había unas hormigas quietas. Yo ya sabía que esas cosas pasan pero creía que iba a tener que vivir más tiempo, ser más tirano y más épico, vivir más años de los que tenía, por lo menos 500, ser más viejo y más egoísta, esas cosas que siempre me decían las mujeres. Yo había sido tierno por obligación, entonces me contradecía todo el tiempo, igual que pasa con los grupos de muchas personas que con el paso del tiempo van dándose forma mutuamente a sus gestos por conveniencia. Yo era uno de esos grupos de personas, con todos los correspondientes lugares comunes que sostienen y hacen posible una supervivencia de este tipo y con todas las sensaciones honestas reprimidas que pierden la timidez solamente en los momentos de crisis, un ridículo. Cuando llegué a la orilla lo primero que hice fue ir al bar, hacía 500 horas que no hablaba con nadie y necesitaba un poco de discusión. En seguida todos se dan cuenta de que no soy un chino cualquiera, primero por mi acento y después por cosas que me gusta decir. Comí un plato de fideos sin salsa y tomé unas cervezas horribles, sin gusto.
A los 27 años entendió que es de imbécil el intento de grabar con alguna dosis de esperanza moldes, modelos fijos, hacer a los tics de la carne de sus gestos sumisos a algún patrón estable. Porque, contrario a lo que le había gustado pensar siempre, el tiempo, que tiene cuerpo y es igual a ella, no está construído por una sucesión de imbéciles que se turnan para entrar y salir de su casa o de sus bares favoritos acorde a la época. El tiempo, su vida, su cuerpo, creyó, cosas tan impredecibles como el movimiento de una pupila, quiero decir, puro presente. Todos los modelos fijos tienen una tendencia al fracaso o a la superficialidad, que vienen a ser lo mismo. Las cosas importantes, las cosas lindas, son pura mutación, son antes mutación que existencia. Las primeras semanas de esta segunda mitad de su vida fueron angustiantes, pero con el tiempo empezó a tener la espalda cada vez más derecha y menos dolorida.
Una vez soñó que viajaba de noche en un tren raro. Viejo, marrón, con asientos de cuero y los vidrios de la ventana espejados. Durante el sueño tenía los párpados apretados, hasta que conseguía abrirlos y mirarse en la ventana, notando que no era ella sino un escritor sin manos. Se olvidó de ese sueño mientras tomaba un té de manzanilla.
Lo más anecdótico del escritor que me interesa es su ausencia de manos. A los seis años tuvo un accidente. Como a esa edad ya escribía algunos relatos cortos, el escritor conoce perfectamente el proceso de escritura en papel, e incluso alguna vez tuvo oportunidad de utilizar una máquina. Ahora redacta sus novelas y sus pocos poemas que permanecerán inéditos gracias a un software capaz de reconocer la voz de su dueño. Sin embargo, el escritor que me interesa (a partir de ahora lo voy a llamar por su nombre) no pierde la conciencia, a veces verdaderamente dolorosa, de que sus textos serían otros si tuviera la posibilidad de escribir, como él quisiera, en varios cuadernos que fue comprando durante toda su vida y almacenando en distintos lugares. Toda su obra guarda un reverso casi conocido pero incapaz de evidenciarse por no encontrar (buscar sí, constantemente, pero no encontrar) la manera de salir de uno de los pliegues, de una de las contradicciones, que inevitablemente van generando las circunstancias.
El escritor llegó unos minutos tarde al dojo y no se animó a tocar el timbre.
La pareja discute en ambientes distintos del departamento, sin verse. La chica dice: esto no se puede discutir ahora, hay que hablarlo con más tiempo.
Pero nunca más hablan.
"Como soy yo el que escribe los voy a hacer pelota a todos. El que manda, crea."
"Un tirón, un golpe, un desgarro del tamaño de un huevo de gallina ubicado unos centímetros más abajo y más atrás del ombligo, que con los minutos llegó a mi espalda y de ahí a mi nuca. Me senté y me quedé quieto. Transpiraba: de pronto -no hay manera de ser claro- sentí que yo no era otra cosa que la base de mi cabeza, y me desmayé."
"Miré la letra de mi papá cuando él tenía mi edad.
- Describir las escaleras, el abogado.
- Derrotado, va a un bar. Se obsesiona con una chica y la persigue.
- Cuando llega a su casa, varias veces suena el teléfono y cortan. Rompen de un ladrillazo la ventana. En vez de asustarse, toma tres alplax y se duerme. La mañana siguiente el vidrio está sano. Los huevos le crecen. Llama a su mujer, va y comen pizza fría.
"Me sentí un revolucionario.

Hace casi nueve años que vivo con mi novia. A veces estamos acostados en la cama con nuestros cuatro ojos cerrados y ella dice algo a lo que respondo con una frase ingeniosa con el automatismo que solamente puede tenerse frente a una persona cuyo humor uno estuvo estudiando cientos de horas semanales durante una década. Y durante esa manifestación de las grietas en las que reside parte del cariño que le tengo pienso en que todavía estoy actuando, durante todo el día, en reacción a todo lo que sufrí cuando estaba solo, antes de conocerla. Quiero convencerme de que actúo en reacción al amor que di y que recibí durante mi vida. Pero la verdad es que vivo condicionado por mis peores épocas.
Quiero hacer un relato anónimo así que no voy a decir mi nombre ni mi edad, ni el de ninguna otra persona.
Por cuestiones laborales más de una vez por semana me toca viajar distancias entre medias y largas, muchas veces en tren. Me gusta mirar a las personas.
Mientras hacía el esfuerzo de reconstruir lo que pasó durante el último mes empecé a juguetear con la idea de que todo esto fue la fantasía maricona de un grupo de seis personas, una especie de juego de guerra o de estrategia en el que cada uno manejaba determinados aspectos de mi vida, representados por fichas blancas, negras y azules. De golpe le toca tirar los dados y según una serie de reglas que por su propia naturaleza van a ser invisibles o incoherentes para mí, cada uno defendía, atacaba o negociaba con los demás. Así, desde hace dos meses, o un mes, depende, ocasionalmente me quedaba sin trabajo y en el instante conocía a una mujer hermosa. La mujer hermosa desaparecía de mi vida (el celular que me dio deja de funcionar, me borra del MSN, no encuentro su nombre en google ni en la guía de teléfonos por lo que lo presumo falso) mientras heredaba una casa enorme en Salta por la muerte de un familiar lejano. Conseguía un buen trabajo que me consumía todas las horas de mi día al mismo tiempo que a mi novia le volvían las ganas de cojer. Y todo desapareció cuando gané un viaje a Guatemala en un concurso del que no me acordaba. Pasé cinco días allá y cuando volví no me reconoció mi mujer, ni me reconocieron en el trabajo (mi puesto estaba ocupado) ni me escuchó mi abogado, que, dicho sea de paso, es mi primo. Voy a relatar rápido este "no reconocimiento" que a la distancia y conociendo la manera en que concluyó todo me parece casi divertido.
Entré, con miedo de influir sobre el silencio del lugar.

(...)

De algún modo percibí que en esas palabras había algo que debería estar perturbándome.

(...)

Voy a meter este diario, los demás y mis revistas en la misma caja y esconderlos abajo de las tablas del suelo. Seguramente un soldado de bajo rango va a encontrar y quemarlo todo sin ni siquiera consultarlo con un superior. O: alguien lo encuentra todo y lo salva. Tengo la sospecha de que, con la perspectiva del tiempo, estas dos posibilidades van a compartir más de dos o tres rasgos.

(...)

Decidí que al irme de esta casa voy a dejar mis diarios y cuadernos arriba de la mesa. No ocultar nada. Además, sería inútil. M. dice que los psicólogos del ejército podrían valerse de mis diarios para seguirme el rastro. Si no son mis diarios va a ser otra cosa, le respondí. Si quieren atraparme tarde o temprano van a atraparme, y en ese momento decir tarde o decir temprano va a ser lo mismo.

(...)

Hoy estuve pensando en que posiblemente a F. la haya querido de verdad. Debería haberme dado cuenta. Hace dos días que solamente como queso con aceitunas. Corto las aceitunas en pedazos medianos y enrollo el queso alrededor.

Saliendo de una entrevista de trabajo, un trabajo horrible y desesperado que decidiría tomar recién dos semanas más adelante, Teresa se desabrochó un botón de la camisa, sonriendo, suspirando, saludando al portero del edificio. Entró en un mercado y merodeó, con ojos en la nuca, haciendo gestos que le permitieron testear la atención de los encargados de seguridad, el interés de las cajeras, la importancia que el repositor, morocho y con menos de 55 kilos, pudiera poner a la ausencia de cualquier, arbitrario, artículo comestible. ¿Ese bostezo del empleado de camisa blanca y walkie-talkie es máscara de una labor atenta? Teresa era conciente de que su sonrisa adorable y pícara y su silueta la ayudarían a salir indemne en caso de ser reprendida. Nunca poseyó un instinto escénico tan brutal: los paquetes de galletitas saladas se mezclaban con su campera fundiéndose y alguien lo notó, pero la parsimonia con que cargaba en su cintura la perplejidad ajena le permitió, recién en la esquina, saber qué desayunaría los cuatro días siguientes.

Susana caminó sola y casi sin pensar en nada importante durante más de dos horas atravesando una ciudad que no conocía. Su temperamento práctico la protegía de entristecerse al mirar y oler los naranjos decorando veredas amarillas, dándoles un, digámosle, tono, de cierto parecido con la vereda amarilla de la casa en la que vivió su madre, en su pueblo natal. Su talento era, creo, una forma de, casi improvisando, elegir la palabra justa, la simpatía o la parquedad, un dominio casi teatral que, en distintos contextos, ciudades, situaciones jerárquicas y oficios disímiles había dado resultado de la misma manera. Se cansó de caminar y buscó un bar tranquilo para leer. Espió desde la ventana más de diez y eligió uno, vacío a esa hora de la mañana, con mesas de madera, una mesera simpática y educada que aprovechando la falta de trabajo ocupaba su tiempo fumando un cigarrillo y mirando el cielo o las copas de los árboles, depende. Al entrar, Susana odió una pantalla gigante con el volumen alto, y un noticiero.

La vida de Alfredo, en cambio, estaba instituida por unos pocos elementos con los que había decidido quedarse en determinada circunstancia. Educado por Dora y por Camila, dos amantes de su adolescencia más de diez años mayores que le habían dicho el día en que lo conocieron, respectivamente, que parece un inglesito reventado y que es el identikit favorito de todas, desde los catorce años había tenido que aprender, casi solo, a trabajar, a disimular su pobreza, a leer y escuchar música para poder salir con mujeres más lindas, más tristes, interesantes. Creía que la mejor forma de robar es comprar algo y disimular otros productos en los bolsillos como si fueran propios. En 1998 conoció a Florencia. Hoy vive con Romina, es flaca y alegre, pero le cuesta conciliar los intereses prácticos y el placer, teniendo que, normalmente, resignar uno eligiendo el otro.

Moira entendió, en el 2004, que por tener una personalidad dispersa e intereses ajenos a los de su familia iba a tener que estar sola. Entonces empezó a tomar alcohol. Para seducir cuando viajaba aprendió un convincente simulacro rumano, logrado por contaminación de su español nativo con retazos de latín conservado de un breve paso por la Facultad de Filosofía y Letras en su adolescencia, que la acompañaba en puertas, ascensores, salidas. A lo largo de los años aprendió a ganar menos dinero, más tiempo libre y mantenerse sana. Todos los viernes camina desde su casa hasta un bar en el que tocan bandas que nunca le gustan. Cuando supo que Mario estaba a punto de irse en un viaje iniciático por Sudamérica ella lo dejó a él antes de ser dejada, para no complicarlo ni hacerlo sufrir, y unos meses después tuvo una sensación gris al darse cuenta de que eso es lo que hizo siempre, con todas las cosas y con todas las personas.