lunes, 27 de septiembre de 2010
jueves, 16 de septiembre de 2010
Apenas entró al cuarto pensó (es natural) que la habitación del hotel Asta estaba vacía y limpia, pero abrió el ropero y vio vestidos. Se vio como desde afuera (la ventana era enorme pero séptimo piso) de frente a un conjunto de vestidos de otra. Los olió: podía ser su olor para alguien que no la conociera. Se reconoció (era), se conoció oliendo esa ropa, hasta los gestos que los demás le conocen y ella no pudo como tocar oliendo eso. Soltó el bolso de mano (al pie de la cama) y caminó el resto del cuarto, el baño: todo limpio, desinfectado hasta. Cerraba: una muqui pajera que limpió así nomás y no miró el ropero que turbiamente quedó lleno. Ahora esto es mío.
Se me ocurre escribir una cosa policial, a la dueña de los vestidos la asesinaron o algo, pero mejor drama de “una mujer sola en un cuarto de hotel” como escrito apurado al tuntun del significante.
Agarró primero más vale que el vestido rojo y lo olió sólo. Como en espejo, pestañó. Caminó con el vestido apretado entre las manos hasta la ventana (invierno, el río, noche normal) y lo soltó. Cayó, rojo. Se puso contenta. Los tiró todos y prendió la tele. Después lloró. Después hizo unos llamados por teléfono, miró más tele y se durmió.
Había manejado 14 horas sin descansar, cuando entraba al hotel se movía con la seguridad de una imbécil, y mientras se hundía en la cama repetía la mismo musiquita que no se pudo sacar de la cabeza durante todo el viaje. Despertó a las cinco, la cabeza se le agrandaba y volvía a achicar. La ventana del cuarto estaba entreabierta: circulaba una línea de aire, algo frío. Tornella se asomó: todo le interesaba, las luces de los autos, esporádicas, el remoto amanecer naranja, la posibilidad de ver minúsculo y silencioso algún animal cruzando esa ruta flaca y fea y devorada por pastizales. Quiso hacer un llamado y revolvió en la oscuridad su cartera hasta dar con el teléfono. Volvió a acostarse en la cama y a cerrar los ojos mientras esperaba que atiendan.
- Dijiste que ibas a dormir en el auto. Cómo que no sabés cuánto hace que estás ahí.
- No me acuerdo, no me acuerdo nada. Ni si era de día o de noche cuando llegué.
- Tenés que seguir viajando ya.
- No jodas. Acá está todo bien.
- A Jazmin le dije que vas a volver pronto.
- ¿Porqué hiciste eso?
A veces cerraba los ojos para hablar y a veces los abría bien grandes, con fuerza. A veces cerraba los ojos para escuchar, a veces los abría. Era lo mismo porque estaba en un cuarto oscuro.
- ¿Cómo está Jaz?
Estiró las piernas.
- ¿Duerme?
- Sí, duerme. Anoche volvió a dormir. En una hora tengo que despertarla. No la está pasando bien.
Las dos mujeres quedaron en silencio. Las dos en construcciones antiguas, de techos altos, oscuras, con el sol del otoño tardío empezando a alumbrar. Las dos calladas sostenían teléfonos celulares pegados a la oreja derecha, las dos pensaban sin parar y no abrían la boca, las dos mujeres quedaron mudas mirando la ventana, el drama de la luz, un pájaro grandote y torpe sacudiendo el cuello y las alas y cortando la ventana en dos.
- Prometeme que vas a seguir viajando.
- Tengo que dormir un poco más. Perdoname. No te quiero mentir.
- Está bien. Cuidate. Te quiero mucho. Todas te queremos mucho.
- Yo también las quiero. Mandale un beso a las chicas y deciles que voy a estar bien.
Empezó a recorrer el cuarto: abrir cajones. En un ropero encontró un vestido colorado. Enorme, el vestido de una gorda. Lo agarró con las dos manos de dedos flacos y duros, lo retorció, lo olió: nada especial. En la calma tierna de ponerse a recordar otra vez se le pegaba esa musiquita. Llevó el vestido a la ventana y lo soltó: cayó, rojo. Pasaba un grupo de pájaros grandotes y torpes, parecía que les costaba volar.
Se ató el bolso y la cartera y bajó.
- Me voy, te dejo libre la doce. ¿Cuánto es?
- A ver.
Era un hotel, casi una casa, todo de madera vieja. La empleada buscaba en un cuaderno de hojas cuadriculadas y entraba el ruido de los pájaros, el ruido de los bichos, el ruido de unos árboles, que eran álamos.
- Acá dice que ya pagó el miércoles y que le queda una noche más.
- Tenés razón. Igual me voy. Te dejo esa noche de propina.
- Gracias... muchas gracias... perdone.
- ¿Qué?
- Usted es Tornella Baggio, la bailarina, ¿no?
- Sí.
- Vi unos videos suyos bailando.
- ¿Te gustaron?
- Sí, mucho. Bueno, yo no entiendo mucho pero me gustaron.
La mujer se emocionó, caminó hasta el auto y arrancó de nuevo.
martes, 14 de septiembre de 2010
Ahí es cuando empieza la música rara del cuarto piso del edificio de al lado, a las diez, y hasta la una no para. A esa hora llegan los chicos del colegio y almorzamos, utimamente en silencio. Después de comer yo me acuesto y ellos salen a jugar a la vereda. El 11 de agosto los chicos me despertaron (saben que para mí la siesta es sagrada) porque un borracho estaba vomitando en la puerta de casa. Cuando llegué afuera lo vi: un hombre grande, entre 65 y 70 años, alto. Le llené la bañadera y pedí a los chicos que preparen café.
Mientras Ari servía el café manipulando el juego de tazas grandes con sus manos de nene estaba el desconocido desnudo en la cocina, chorreando. Le alcancé ropa mía, ropa vieja, la suya estaba sucia y la puse a lavar.
- Maté a mi mujer con un hacha.
Jazmín se llamaba su mujer y tenía 22 años. El hombre, Durazno me dijo que lo llame, no recuerda qué pasó. Hace un año perdieron un hijo y empezaron a tomar y pelearse. El es viejo y enorme, ella jóven y minúscula, pero viva y loca: atacó con sillas, cuchillos, herramientas del taller. La última vez Durazno la mató.
Los chicos escuchaban con atención. Durazno hablaba con miedo y con tristeza y yo decidía ayudar al pobre hombre. En la ciudad contra la policía no tiene chance, debería llevarlo al campo y darle trabajo de peón. Durazno es un hombre oscuro de bigote blanco, robusto y de manos grandes. Yo soy petiso, pálido y con un cuerpito ridículo como de adolescente lampiño. No puedo evitar intimidarme frente a cuerpos tan superiores al mío. La noche del jueves al viernes Durazno dormiría en el sofá del living y el viernes por la tarde lo cargaría en la camioneta y saldríamos hacia el campo de Puan, Provincia de Buenos Aires, en el límite con La Pampa.
Esa noche hicimos un asado en la terraza. Comimos vacío y entraña, un poco de molleja, chorizo, media morcilla cada uno, ensalada de papa y huevo, tomamos mucho vino y fumamos marihuana. Los chicos invitaron cada uno un amigo a dormir y jugaron y gritaron hasta entrada la madrugada. Hubo clima festivo: le mostré a Durazno mis discos, le gustaron los de mi época brasilera, especialmente uno con canciones sobre el mar. Nunca había visto el mar, pero le gustaba mucho cuando en una película aparece el mar. Un día vamos a ir juntos a Brasil, le dije.
Seguimos tomando vino, una botella atrás de otra, hasta ver el amanecer.
- Al principio, de pibe, me sentía aplastado, como un insecto, dividido en dos. Era malo, pero una mujer me hizo bueno. Creía ser bueno. Se nota que seguí siendo malo.
Me tomé el día siguiente libre de trabajo: fue un día de resaca y viaje. Metí a Durazno en la camioneta y salimos para el campo. Los chicos quedaron con la mamá en la casa de Hurlingham.
El viejo resultó un humorista, así que el viaje fue cómodo.
Aprendió de a poco a cabalgar, a pesar, a vacunar, a capar, a arrear. Se convirtió en un buen laburante.
Esa es la primera parte de la historia de Durazno. Siguió tomando mucho alcohol y se mimetizó con los hombres de la zona. Es un buen tirador, capaz de volarle la cabeza a un pato desde cuarenta metros. Los chicos ya tienen más de 20 y yo estoy enfermo. No me queda mucho tiempo y decidí pasar mis últimos meses en el campo.
Estaba solo, haciendo la sobremesa, cerca del fuego en la casa grande, leyendo. La voz de los peones llegaba confusa desde el puesto. Tomaba ron cubano bastante ya borracho. Me concentraba con los ojos cerrados para oir a los insectos equivocados chocar como martillos en el vidrio. Una noche despejada, luminosa, en la que gracias a la luna y las estrellas se alcanza a divisar el alambrado. En eso se escuchó de lejos la voz borracha, vueltera, de Durazno, que cantaba imitando la fonética del portugués. El mar, cuando quiebra la playa, es bonito, es bonito, gritaba y se caía y se volvía a incorporar, hasta desmayarse en la puerta de la casa. Estaba vomitando cuando abrí la puerta y lo ayudé a entrar, y entraron con nosotros decenas de bichos, cascarudos, mariposas nocturnas. El álamo se agitaba, aplaudía, a pesar de que no había una gota de viento. Dejé al viejo en el suelo del living y fui a preparar un café bien fuerte.
- Nos vamos a morir juntos.- Me dijo.
- A vos te queda más tiempo, viejo hermoso. Dale, levantate, hice café.
- ¿Se acuerda de los chicos?
- Cómo no me voy a acordar de mis hijos.
- ¿Los vamos a ver de nuevo?
- Me van a visitar.
- El café ya está frío.
- Dame que lo caliento.
El ventanal se sacudió. Miré el cielo a través de los vidrios: una nube, sola, con forma de sonrisa o de garra, le apuntaba a la luna. Me asomé: el vidrio temblaba, la nube se movía, pero no había viento. ¿Llovería al día siguiente? La luz a esa hora empieza a subir y a bajar, se estaba acabando la nafta del motor, así que atravesé la casa buscando algunas velas. Se escuchaba una lechuza. Salimos a tomar café y comer queso y dulce a la galería. Mantuvimos el silencio.
- ¿Se acuerda de la inundación?
- Sí, claro.
- ¿Y de los asados?
- Sí.
- ¿De todos?
- De todos.
- ¿Del primero?
- En especial del primero. ¿Qué te pasa?
- Nada, disculpe. Nada.
Pasamos unos minutos sin hablar, escuchando el álamo, los pájaros y los insectos. Pero el viejo Durazno no aguantó.
- ¿Y de las mujeres se acuerda?
Un rato después, unos minutos o unas horas, Durazno volvió al puesto.
Esa fue la última vez que lo vi. A la mañana siguiente, cuando los peones se levantaron, cuentan, creyeron que por la borrachera dormiría hasta tarde y no quisieron molestarlo. Recién a media mañana notaron que su caballo faltaba y lo fueron a buscar. La cama estaba hecha, la ropa en sus cajones, pero Durazno se había ido.
lunes, 13 de septiembre de 2010
Tenía un caballo abajo mío y otro arriba. Volví a cerrar los ojos. Los abrí de nuevo: el chino, uno de los rastis, me llevaba cargando mi cintura en su hombro. Ibamos en un caballo del color del café con leche y me dejé cargar alrededor de una hora. Al atardecer vimos lejos, desordenadas en el horizonte, casas blancas, a las que vamos a apuntar a partir de mañana. Los caballos y los rastis insisten en parar a comer y pasar la noche acá. Por mí mejor, estoy dolorido. Los otros tres blancos querrían seguir la marcha hacia las construcciones que vimos hace unas horas, hacerla, la marcha, a ciegas, porque la luna está tapada por nubes que no van a despejar. El último pueblo que pisamos era de casas destruídas en las que solamente quedaban gatos y perros y pocas gallinas. Comimos gallina, comimos perro y comimos gato: la única carne desde que salimos de Gita. Secretamente (todo está funcionando secretamente) todos esperamos que un caballo desista para volver a comer carne. Llegado un punto es placentero el cansancio, es placentero el hambre, placentero el dolor de cintura. También secretamente, claro.
Vi pasar la sombra de un pájaro, pero levanté la cabeza y volando no había ningún pájaro. La última bandada que vimos formaba una C que progresivamente fue mutando a T. Puntos negros en un cielo nublado, formando una C que se transformó en T.
Los mujeres ya duermen. Los rastis, a muchos metros, hablan susurrando, tejen. “¿Sabés qué me comería yo? Una mulita”. Son muchos, todos negros, menos el chino. “¿Porqué ya no se ven pájaros?”.
A la mañana levantó viento. Fumagalli nos despertó porque le pareció escuchar voces traídas por ese viento fino y tenso desde donde ayer se veían casas: hoy el horizonte ya no está tan limpio y solamente el chino cree ver lo mismo que ayer. Un mujer se pasó la mañana vendándome la cintura. Ya creo que puedo volver a cabalgar.
Cabalgamos todo el día y nunca llegamos ni pudimos ver de nuevo las casas blancas. Estamos perdidos. “¿Sabés qué me comería yo? Un chancho me comería yo, un chancho entero, no un lechón: un chancho”.
Ayer, un calor bobo, vimos un cementerio de aves. Gallinas y tordos más que nada, plumas desparramadas (más que nada) por espacio de una hectárea. Dormimos sobre las plumas para amortiguar. “Es de buena suerte”.
Ya nadie habla: cabalgamos en silencio sin mirarnos la cara. Yo pienso: creo que a C la quise de verdad, pero recién ahora me doy cuenta. Pienso: el desierto estaba cubierto con plumas.
Dimos con una bocha de casitas y gente. Gritamos, festejamos, hablamos como ametralladoras. El pueblo se llama Duras y el líder es un hombre oscuro de bigote blanco. Fuimos un acontecimiento: las mujeres del lugar, al ver de lejos nuestros caballos y nosotros, se acercaron corriendo, gritando. Nos dieron de comer avena y huevos. “¿En qué idioma escribís?”, “en español”, “¿porqué?”, “porque soy de Argentina”. Las mujeres se agrupan para escucharme hablar.
- ¿Qué les pasa a nuestros caballos?
- Se cansan, bajan.
También comimos hongos y raíces de un arbol llamado Gambo, muy nutritivas, de las que pensamos llenar las bolsas de los rastis. Todos los animales de pueblo, menos las gallinas, están enfermos, seguimos sin comer carne. Pasó una semana y ya se habla de seguir hacia el este. Dos de los rastis van a quedarse. Creen que embarazaron a alguien y pidieron permiso para quedarse. Sus caballos siguen con nosotros.
Arrancamos de buen humor, cantando. En Duras había un gato blanco, recién nacido enfermo desnutrido y pelado. Tenía los ojos cerrados: a punto de morir solamente se movía respirando (costillas adentro costillas afuera). Una gallina, gorda, a los picotazos empezó a comerlo cuando todavía respiraba.
Llegamos a la orilla: en Gita éramos el doble de hombres y de caballos que ahora. Nos sentamos a mirar el agua, nos dormimos y volvemos a despertar tantas veces.
jueves, 2 de septiembre de 2010
lunes, 30 de agosto de 2010
lunes, 5 de julio de 2010
Saliendo de una entrevista de trabajo, un trabajo horrible y desesperado que decidiría tomar recién dos semanas más adelante, Teresa se desabrochó un botón de la camisa, sonriendo, suspirando, saludando al portero del edificio. Entró en un mercado y merodeó, con ojos en la nuca, haciendo gestos que le permitieron testear la atención de los encargados de seguridad, el interés de las cajeras, la importancia que el repositor, morocho y con menos de 55 kilos, pudiera poner a la ausencia de cualquier, arbitrario, artículo comestible. ¿Ese bostezo del empleado de camisa blanca y walkie-talkie es máscara de una labor atenta? Teresa era conciente de que su sonrisa adorable y pícara y su silueta la ayudarían a salir indemne en caso de ser reprendida. Nunca poseyó un instinto escénico tan brutal: los paquetes de galletitas saladas se mezclaban con su campera fundiéndose y alguien lo notó, pero la parsimonia con que cargaba en su cintura la perplejidad ajena le permitió, recién en la esquina, saber qué desayunaría los cuatro días siguientes.
Susana caminó sola y casi sin pensar en nada importante durante más de dos horas atravesando una ciudad que no conocía. Su temperamento práctico la protegía de entristecerse al mirar y oler los naranjos decorando veredas amarillas, dándoles un, digámosle, tono, de cierto parecido con la vereda amarilla de la casa en la que vivió su madre, en su pueblo natal. Su talento era, creo, una forma de, casi improvisando, elegir la palabra justa, la simpatía o la parquedad, un dominio casi teatral que, en distintos contextos, ciudades, situaciones jerárquicas y oficios disímiles había dado resultado de la misma manera. Se cansó de caminar y buscó un bar tranquilo para leer. Espió desde la ventana más de diez y eligió uno, vacío a esa hora de la mañana, con mesas de madera, una mesera simpática y educada que aprovechando la falta de trabajo ocupaba su tiempo fumando un cigarrillo y mirando el cielo o las copas de los árboles, depende. Al entrar, Susana odió una pantalla gigante con el volumen alto, y un noticiero.
La vida de Alfredo, en cambio, estaba instituida por unos pocos elementos con los que había decidido quedarse en determinada circunstancia. Educado por Dora y por Camila, dos amantes de su adolescencia más de diez años mayores que le habían dicho el día en que lo conocieron, respectivamente, que parece un inglesito reventado y que es el identikit favorito de todas, desde los catorce años había tenido que aprender, casi solo, a trabajar, a disimular su pobreza, a leer y escuchar música para poder salir con mujeres más lindas, más tristes, interesantes. Creía que la mejor forma de robar es comprar algo y disimular otros productos en los bolsillos como si fueran propios. En 1998 conoció a Florencia. Hoy vive con Romina, es flaca y alegre, pero le cuesta conciliar los intereses prácticos y el placer, teniendo que, normalmente, resignar uno eligiendo el otro.
Moira entendió, en el 2004, que por tener una personalidad dispersa e intereses ajenos a los de su familia iba a tener que estar sola. Entonces empezó a tomar alcohol. Para seducir cuando viajaba aprendió un convincente simulacro rumano, logrado por contaminación de su español nativo con retazos de latín conservado de un breve paso por la Facultad de Filosofía y Letras en su adolescencia, que la acompañaba en puertas, ascensores, salidas. A lo largo de los años aprendió a ganar menos dinero, más tiempo libre y mantenerse sana. Todos los viernes camina desde su casa hasta un bar en el que tocan bandas que nunca le gustan. Cuando supo que Mario estaba a punto de irse en un viaje iniciático por Sudamérica ella lo dejó a él antes de ser dejada, para no complicarlo ni hacerlo sufrir, y unos meses después tuvo una sensación gris al darse cuenta de que eso es lo que hizo siempre, con todas las cosas y con todas las personas.