lunes, 5 de julio de 2010

Hace casi nueve años que vivo con mi novia. A veces estamos acostados en la cama con nuestros cuatro ojos cerrados y ella dice algo a lo que respondo con una frase ingeniosa con el automatismo que solamente puede tenerse frente a una persona cuyo humor uno estuvo estudiando cientos de horas semanales durante una década. Y durante esa manifestación de las grietas en las que reside parte del cariño que le tengo pienso en que todavía estoy actuando, durante todo el día, en reacción a todo lo que sufrí cuando estaba solo, antes de conocerla. Quiero convencerme de que actúo en reacción al amor que di y que recibí durante mi vida. Pero la verdad es que vivo condicionado por mis peores épocas.
Quiero hacer un relato anónimo así que no voy a decir mi nombre ni mi edad, ni el de ninguna otra persona.
Por cuestiones laborales más de una vez por semana me toca viajar distancias entre medias y largas, muchas veces en tren. Me gusta mirar a las personas.
Mientras hacía el esfuerzo de reconstruir lo que pasó durante el último mes empecé a juguetear con la idea de que todo esto fue la fantasía maricona de un grupo de seis personas, una especie de juego de guerra o de estrategia en el que cada uno manejaba determinados aspectos de mi vida, representados por fichas blancas, negras y azules. De golpe le toca tirar los dados y según una serie de reglas que por su propia naturaleza van a ser invisibles o incoherentes para mí, cada uno defendía, atacaba o negociaba con los demás. Así, desde hace dos meses, o un mes, depende, ocasionalmente me quedaba sin trabajo y en el instante conocía a una mujer hermosa. La mujer hermosa desaparecía de mi vida (el celular que me dio deja de funcionar, me borra del MSN, no encuentro su nombre en google ni en la guía de teléfonos por lo que lo presumo falso) mientras heredaba una casa enorme en Salta por la muerte de un familiar lejano. Conseguía un buen trabajo que me consumía todas las horas de mi día al mismo tiempo que a mi novia le volvían las ganas de cojer. Y todo desapareció cuando gané un viaje a Guatemala en un concurso del que no me acordaba. Pasé cinco días allá y cuando volví no me reconoció mi mujer, ni me reconocieron en el trabajo (mi puesto estaba ocupado) ni me escuchó mi abogado, que, dicho sea de paso, es mi primo. Voy a relatar rápido este "no reconocimiento" que a la distancia y conociendo la manera en que concluyó todo me parece casi divertido.

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