martes, 14 de septiembre de 2010

Ahí es cuando empieza la música rara del cuarto piso del edificio de al lado, a las diez, y hasta la una no para. A esa hora llegan los chicos del colegio y almorzamos, utimamente en silencio. Después de comer yo me acuesto y ellos salen a jugar a la vereda. El 11 de agosto los chicos me despertaron (saben que para mí la siesta es sagrada) porque un borracho estaba vomitando en la puerta de casa. Cuando llegué afuera lo vi: un hombre grande, entre 65 y 70 años, alto. Le llené la bañadera y pedí a los chicos que preparen café.

Mientras Ari servía el café manipulando el juego de tazas grandes con sus manos de nene estaba el desconocido desnudo en la cocina, chorreando. Le alcancé ropa mía, ropa vieja, la suya estaba sucia y la puse a lavar.

- Maté a mi mujer con un hacha.

Jazmín se llamaba su mujer y tenía 22 años. El hombre, Durazno me dijo que lo llame, no recuerda qué pasó. Hace un año perdieron un hijo y empezaron a tomar y pelearse. El es viejo y enorme, ella jóven y minúscula, pero viva y loca: atacó con sillas, cuchillos, herramientas del taller. La última vez Durazno la mató.

Los chicos escuchaban con atención. Durazno hablaba con miedo y con tristeza y yo decidía ayudar al pobre hombre. En la ciudad contra la policía no tiene chance, debería llevarlo al campo y darle trabajo de peón. Durazno es un hombre oscuro de bigote blanco, robusto y de manos grandes. Yo soy petiso, pálido y con un cuerpito ridículo como de adolescente lampiño. No puedo evitar intimidarme frente a cuerpos tan superiores al mío. La noche del jueves al viernes Durazno dormiría en el sofá del living y el viernes por la tarde lo cargaría en la camioneta y saldríamos hacia el campo de Puan, Provincia de Buenos Aires, en el límite con La Pampa.

Esa noche hicimos un asado en la terraza. Comimos vacío y entraña, un poco de molleja, chorizo, media morcilla cada uno, ensalada de papa y huevo, tomamos mucho vino y fumamos marihuana. Los chicos invitaron cada uno un amigo a dormir y jugaron y gritaron hasta entrada la madrugada. Hubo clima festivo: le mostré a Durazno mis discos, le gustaron los de mi época brasilera, especialmente uno con canciones sobre el mar. Nunca había visto el mar, pero le gustaba mucho cuando en una película aparece el mar. Un día vamos a ir juntos a Brasil, le dije.

Seguimos tomando vino, una botella atrás de otra, hasta ver el amanecer.

- Al principio, de pibe, me sentía aplastado, como un insecto, dividido en dos. Era malo, pero una mujer me hizo bueno. Creía ser bueno. Se nota que seguí siendo malo.

Me tomé el día siguiente libre de trabajo: fue un día de resaca y viaje. Metí a Durazno en la camioneta y salimos para el campo. Los chicos quedaron con la mamá en la casa de Hurlingham.

El viejo resultó un humorista, así que el viaje fue cómodo.

Aprendió de a poco a cabalgar, a pesar, a vacunar, a capar, a arrear. Se convirtió en un buen laburante.

Esa es la primera parte de la historia de Durazno. Siguió tomando mucho alcohol y se mimetizó con los hombres de la zona. Es un buen tirador, capaz de volarle la cabeza a un pato desde cuarenta metros. Los chicos ya tienen más de 20 y yo estoy enfermo. No me queda mucho tiempo y decidí pasar mis últimos meses en el campo.

Estaba solo, haciendo la sobremesa, cerca del fuego en la casa grande, leyendo. La voz de los peones llegaba confusa desde el puesto. Tomaba ron cubano bastante ya borracho. Me concentraba con los ojos cerrados para oir a los insectos equivocados chocar como martillos en el vidrio. Una noche despejada, luminosa, en la que gracias a la luna y las estrellas se alcanza a divisar el alambrado. En eso se escuchó de lejos la voz borracha, vueltera, de Durazno, que cantaba imitando la fonética del portugués. El mar, cuando quiebra la playa, es bonito, es bonito, gritaba y se caía y se volvía a incorporar, hasta desmayarse en la puerta de la casa. Estaba vomitando cuando abrí la puerta y lo ayudé a entrar, y entraron con nosotros decenas de bichos, cascarudos, mariposas nocturnas. El álamo se agitaba, aplaudía, a pesar de que no había una gota de viento. Dejé al viejo en el suelo del living y fui a preparar un café bien fuerte.

- Nos vamos a morir juntos.- Me dijo.

- A vos te queda más tiempo, viejo hermoso. Dale, levantate, hice café.

- ¿Se acuerda de los chicos?

- Cómo no me voy a acordar de mis hijos.

- ¿Los vamos a ver de nuevo?

- Me van a visitar.

- El café ya está frío.

- Dame que lo caliento.

El ventanal se sacudió. Miré el cielo a través de los vidrios: una nube, sola, con forma de sonrisa o de garra, le apuntaba a la luna. Me asomé: el vidrio temblaba, la nube se movía, pero no había viento. ¿Llovería al día siguiente? La luz a esa hora empieza a subir y a bajar, se estaba acabando la nafta del motor, así que atravesé la casa buscando algunas velas. Se escuchaba una lechuza. Salimos a tomar café y comer queso y dulce a la galería. Mantuvimos el silencio.

- ¿Se acuerda de la inundación?

- Sí, claro.

- ¿Y de los asados?

- Sí.

- ¿De todos?

- De todos.

- ¿Del primero?

- En especial del primero. ¿Qué te pasa?

- Nada, disculpe. Nada.

Pasamos unos minutos sin hablar, escuchando el álamo, los pájaros y los insectos. Pero el viejo Durazno no aguantó.

- ¿Y de las mujeres se acuerda?

Un rato después, unos minutos o unas horas, Durazno volvió al puesto.

Esa fue la última vez que lo vi. A la mañana siguiente, cuando los peones se levantaron, cuentan, creyeron que por la borrachera dormiría hasta tarde y no quisieron molestarlo. Recién a media mañana notaron que su caballo faltaba y lo fueron a buscar. La cama estaba hecha, la ropa en sus cajones, pero Durazno se había ido.


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