Tenía un caballo abajo mío y otro arriba. Volví a cerrar los ojos. Los abrí de nuevo: el chino, uno de los rastis, me llevaba cargando mi cintura en su hombro. Ibamos en un caballo del color del café con leche y me dejé cargar alrededor de una hora. Al atardecer vimos lejos, desordenadas en el horizonte, casas blancas, a las que vamos a apuntar a partir de mañana. Los caballos y los rastis insisten en parar a comer y pasar la noche acá. Por mí mejor, estoy dolorido. Los otros tres blancos querrían seguir la marcha hacia las construcciones que vimos hace unas horas, hacerla, la marcha, a ciegas, porque la luna está tapada por nubes que no van a despejar. El último pueblo que pisamos era de casas destruídas en las que solamente quedaban gatos y perros y pocas gallinas. Comimos gallina, comimos perro y comimos gato: la única carne desde que salimos de Gita. Secretamente (todo está funcionando secretamente) todos esperamos que un caballo desista para volver a comer carne. Llegado un punto es placentero el cansancio, es placentero el hambre, placentero el dolor de cintura. También secretamente, claro.
Vi pasar la sombra de un pájaro, pero levanté la cabeza y volando no había ningún pájaro. La última bandada que vimos formaba una C que progresivamente fue mutando a T. Puntos negros en un cielo nublado, formando una C que se transformó en T.
Los mujeres ya duermen. Los rastis, a muchos metros, hablan susurrando, tejen. “¿Sabés qué me comería yo? Una mulita”. Son muchos, todos negros, menos el chino. “¿Porqué ya no se ven pájaros?”.
A la mañana levantó viento. Fumagalli nos despertó porque le pareció escuchar voces traídas por ese viento fino y tenso desde donde ayer se veían casas: hoy el horizonte ya no está tan limpio y solamente el chino cree ver lo mismo que ayer. Un mujer se pasó la mañana vendándome la cintura. Ya creo que puedo volver a cabalgar.
Cabalgamos todo el día y nunca llegamos ni pudimos ver de nuevo las casas blancas. Estamos perdidos. “¿Sabés qué me comería yo? Un chancho me comería yo, un chancho entero, no un lechón: un chancho”.
Ayer, un calor bobo, vimos un cementerio de aves. Gallinas y tordos más que nada, plumas desparramadas (más que nada) por espacio de una hectárea. Dormimos sobre las plumas para amortiguar. “Es de buena suerte”.
Ya nadie habla: cabalgamos en silencio sin mirarnos la cara. Yo pienso: creo que a C la quise de verdad, pero recién ahora me doy cuenta. Pienso: el desierto estaba cubierto con plumas.
Dimos con una bocha de casitas y gente. Gritamos, festejamos, hablamos como ametralladoras. El pueblo se llama Duras y el líder es un hombre oscuro de bigote blanco. Fuimos un acontecimiento: las mujeres del lugar, al ver de lejos nuestros caballos y nosotros, se acercaron corriendo, gritando. Nos dieron de comer avena y huevos. “¿En qué idioma escribís?”, “en español”, “¿porqué?”, “porque soy de Argentina”. Las mujeres se agrupan para escucharme hablar.
- ¿Qué les pasa a nuestros caballos?
- Se cansan, bajan.
También comimos hongos y raíces de un arbol llamado Gambo, muy nutritivas, de las que pensamos llenar las bolsas de los rastis. Todos los animales de pueblo, menos las gallinas, están enfermos, seguimos sin comer carne. Pasó una semana y ya se habla de seguir hacia el este. Dos de los rastis van a quedarse. Creen que embarazaron a alguien y pidieron permiso para quedarse. Sus caballos siguen con nosotros.
Arrancamos de buen humor, cantando. En Duras había un gato blanco, recién nacido enfermo desnutrido y pelado. Tenía los ojos cerrados: a punto de morir solamente se movía respirando (costillas adentro costillas afuera). Una gallina, gorda, a los picotazos empezó a comerlo cuando todavía respiraba.
Llegamos a la orilla: en Gita éramos el doble de hombres y de caballos que ahora. Nos sentamos a mirar el agua, nos dormimos y volvemos a despertar tantas veces.
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