Saliendo de una entrevista de trabajo, un trabajo horrible y desesperado que decidiría tomar recién dos semanas más adelante, Teresa se desabrochó un botón de la camisa, sonriendo, suspirando, saludando al portero del edificio. Entró en un mercado y merodeó, con ojos en la nuca, haciendo gestos que le permitieron testear la atención de los encargados de seguridad, el interés de las cajeras, la importancia que el repositor, morocho y con menos de 55 kilos, pudiera poner a la ausencia de cualquier, arbitrario, artículo comestible. ¿Ese bostezo del empleado de camisa blanca y walkie-talkie es máscara de una labor atenta? Teresa era conciente de que su sonrisa adorable y pícara y su silueta la ayudarían a salir indemne en caso de ser reprendida. Nunca poseyó un instinto escénico tan brutal: los paquetes de galletitas saladas se mezclaban con su campera fundiéndose y alguien lo notó, pero la parsimonia con que cargaba en su cintura la perplejidad ajena le permitió, recién en la esquina, saber qué desayunaría los cuatro días siguientes.
Susana caminó sola y casi sin pensar en nada importante durante más de dos horas atravesando una ciudad que no conocía. Su temperamento práctico la protegía de entristecerse al mirar y oler los naranjos decorando veredas amarillas, dándoles un, digámosle, tono, de cierto parecido con la vereda amarilla de la casa en la que vivió su madre, en su pueblo natal. Su talento era, creo, una forma de, casi improvisando, elegir la palabra justa, la simpatía o la parquedad, un dominio casi teatral que, en distintos contextos, ciudades, situaciones jerárquicas y oficios disímiles había dado resultado de la misma manera. Se cansó de caminar y buscó un bar tranquilo para leer. Espió desde la ventana más de diez y eligió uno, vacío a esa hora de la mañana, con mesas de madera, una mesera simpática y educada que aprovechando la falta de trabajo ocupaba su tiempo fumando un cigarrillo y mirando el cielo o las copas de los árboles, depende. Al entrar, Susana odió una pantalla gigante con el volumen alto, y un noticiero.
La vida de Alfredo, en cambio, estaba instituida por unos pocos elementos con los que había decidido quedarse en determinada circunstancia. Educado por Dora y por Camila, dos amantes de su adolescencia más de diez años mayores que le habían dicho el día en que lo conocieron, respectivamente, que parece un inglesito reventado y que es el identikit favorito de todas, desde los catorce años había tenido que aprender, casi solo, a trabajar, a disimular su pobreza, a leer y escuchar música para poder salir con mujeres más lindas, más tristes, interesantes. Creía que la mejor forma de robar es comprar algo y disimular otros productos en los bolsillos como si fueran propios. En 1998 conoció a Florencia. Hoy vive con Romina, es flaca y alegre, pero le cuesta conciliar los intereses prácticos y el placer, teniendo que, normalmente, resignar uno eligiendo el otro.
Moira entendió, en el 2004, que por tener una personalidad dispersa e intereses ajenos a los de su familia iba a tener que estar sola. Entonces empezó a tomar alcohol. Para seducir cuando viajaba aprendió un convincente simulacro rumano, logrado por contaminación de su español nativo con retazos de latín conservado de un breve paso por la Facultad de Filosofía y Letras en su adolescencia, que la acompañaba en puertas, ascensores, salidas. A lo largo de los años aprendió a ganar menos dinero, más tiempo libre y mantenerse sana. Todos los viernes camina desde su casa hasta un bar en el que tocan bandas que nunca le gustan. Cuando supo que Mario estaba a punto de irse en un viaje iniciático por Sudamérica ella lo dejó a él antes de ser dejada, para no complicarlo ni hacerlo sufrir, y unos meses después tuvo una sensación gris al darse cuenta de que eso es lo que hizo siempre, con todas las cosas y con todas las personas.
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