Había manejado 14 horas sin descansar, cuando entraba al hotel se movía con la seguridad de una imbécil, y mientras se hundía en la cama repetía la mismo musiquita que no se pudo sacar de la cabeza durante todo el viaje. Despertó a las cinco, la cabeza se le agrandaba y volvía a achicar. La ventana del cuarto estaba entreabierta: circulaba una línea de aire, algo frío. Tornella se asomó: todo le interesaba, las luces de los autos, esporádicas, el remoto amanecer naranja, la posibilidad de ver minúsculo y silencioso algún animal cruzando esa ruta flaca y fea y devorada por pastizales. Quiso hacer un llamado y revolvió en la oscuridad su cartera hasta dar con el teléfono. Volvió a acostarse en la cama y a cerrar los ojos mientras esperaba que atiendan.
- Dijiste que ibas a dormir en el auto. Cómo que no sabés cuánto hace que estás ahí.
- No me acuerdo, no me acuerdo nada. Ni si era de día o de noche cuando llegué.
- Tenés que seguir viajando ya.
- No jodas. Acá está todo bien.
- A Jazmin le dije que vas a volver pronto.
- ¿Porqué hiciste eso?
A veces cerraba los ojos para hablar y a veces los abría bien grandes, con fuerza. A veces cerraba los ojos para escuchar, a veces los abría. Era lo mismo porque estaba en un cuarto oscuro.
- ¿Cómo está Jaz?
Estiró las piernas.
- ¿Duerme?
- Sí, duerme. Anoche volvió a dormir. En una hora tengo que despertarla. No la está pasando bien.
Las dos mujeres quedaron en silencio. Las dos en construcciones antiguas, de techos altos, oscuras, con el sol del otoño tardío empezando a alumbrar. Las dos calladas sostenían teléfonos celulares pegados a la oreja derecha, las dos pensaban sin parar y no abrían la boca, las dos mujeres quedaron mudas mirando la ventana, el drama de la luz, un pájaro grandote y torpe sacudiendo el cuello y las alas y cortando la ventana en dos.
- Prometeme que vas a seguir viajando.
- Tengo que dormir un poco más. Perdoname. No te quiero mentir.
- Está bien. Cuidate. Te quiero mucho. Todas te queremos mucho.
- Yo también las quiero. Mandale un beso a las chicas y deciles que voy a estar bien.
Empezó a recorrer el cuarto: abrir cajones. En un ropero encontró un vestido colorado. Enorme, el vestido de una gorda. Lo agarró con las dos manos de dedos flacos y duros, lo retorció, lo olió: nada especial. En la calma tierna de ponerse a recordar otra vez se le pegaba esa musiquita. Llevó el vestido a la ventana y lo soltó: cayó, rojo. Pasaba un grupo de pájaros grandotes y torpes, parecía que les costaba volar.
Se ató el bolso y la cartera y bajó.
- Me voy, te dejo libre la doce. ¿Cuánto es?
- A ver.
Era un hotel, casi una casa, todo de madera vieja. La empleada buscaba en un cuaderno de hojas cuadriculadas y entraba el ruido de los pájaros, el ruido de los bichos, el ruido de unos árboles, que eran álamos.
- Acá dice que ya pagó el miércoles y que le queda una noche más.
- Tenés razón. Igual me voy. Te dejo esa noche de propina.
- Gracias... muchas gracias... perdone.
- ¿Qué?
- Usted es Tornella Baggio, la bailarina, ¿no?
- Sí.
- Vi unos videos suyos bailando.
- ¿Te gustaron?
- Sí, mucho. Bueno, yo no entiendo mucho pero me gustaron.
La mujer se emocionó, caminó hasta el auto y arrancó de nuevo.
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