Pareciera que tarde o temprano va a llover. De una orilla a otra de la mesa un hombre intenta explicarle a su mujer algo inexplicable. Una orilla es buena, la otra es la orilla mala. Ella tiene los ojos mojados, es una cosa que rompe el corazón, pero cada tanto se ríe, porque él todavía es capaz de hacerla reír. El quiere abandonar la búsqueda de la felicidad. Ya no intentarlo. Se dio cuenta, le dice, de que ese laberinto, como todos los laberintos, es inútil. No es otra mujer, por favor, interpretarlo de esa manera sería apurado, tonto. Es una sensación que a la palabra que más se parece es a la palabra libertad. Tampoco tiene que ver con cosas como aburrimiento o cansancio. Mientras construye el tejido de su defensa sabe, como saben los escritores, que tiene que cuidarse de volverse ingenioso cuando no tiene nada que decir. Pero sin embargo sale de su boca decirle nadie sabe quién soy y voy a hacerte una promesa que va a ser como el fuego del sol: cuando haya conseguido un buen trabajo voy a volver a buscarte y te voy a llevar conmigo a Brasil. El rostro de la mujer, el rostro de la mujer, el rostro de la mujer le da un abrazo, construyendo el momento en que un hombre debería besar esos ojos mojados, y él en realidad lo hace, pero solamente de modo espiritual y sin que ella lo note. Debería ser más sensible a esa casi sonrisa que ella sugiere, pero está muy embobado tratando de dar elocuencia a sus palabras. Sabe, cómo no va a saber, que el intento de liberarse de un laberinto implicó meterse en otro. Pero este es el último. Después del chau va a ser un hombre capaz de hacer cualquier cosa sin pensar en nadie. Va a ser el número cero. Todos los hombres en algún momento de nuestra vida nos creímos esa estupidez, así que dejémoslo, pobrecito, dedicarse con furia a ese viaje.
Esa noche, por última vez, hicieron el amor, de forma lentísima, de forma desesperada, y Marcelina, por supuesto, se embarazó.
Y para Marcelina la espera de su macho se convirtió en un asunto religioso. Lo imaginaba en la costa golpeando puertas, hablando con todo el mundo, hablando de ella, la búsqueda de trabajo de su marido, en sus fantasías, era heroica, épica. Le fallaron tanto el pasado como el futuro: del recuerdo de su historia romántica borró los infortunios, del proyecto a futuro inventó una historia de Aladino, llegándola a buscar en alfombra voladora y depositándola en un buen pasar brasilero, con paisajes nuevos, con hijos. El fantasma de Roberto era mejor que Roberto, y la pobre Marcelina no supo verlo, no se supo defender. Y cómo no ser débil, vulnerable, carente, una mujer sola, enamorada, con un bebé creciendo en su pancita de un papá al que no tiene cómo comunicarle que ya son una familia, cómo transmitirle con caricias lo inmenso que fue el amor de su última unión. Pasó el tiempo, semanas enteras, sin saber a dónde escribirle, y sin saber si correspondería informar a su familia antes de la vuelta. Pero no dejaba de imaginar en la vuelta la noticia, las sonrisas evolucionando a gritos, convirtiéndose en llanto feliz. Cuanto más tiempo pasaba, con más pena la miraban los vecinos de este pueblito de Misiones. Pero a ella, voluntariamente ciega a los malos pensamientos y a la maldad del de al lado, cuanto más tiempo pasaba más lindo le parecía que iba a ser el reencuentro.
Nadie piense que Marcelina fuera tonta: era una mujer tremendamente perceptiva. Pero si quería mantenerse entera estaba obligada a un especial esfuerzo para que el mal no gane. El mal, en este caso, residía en la suspicacia del ojo de sus vecinos. Los argumentos de los vecinos son fáciles de entender para cualquiera: “qué va a volver, está de joda en Brasil”, esas cosas. Los de Marcelina, difíciles: “va a ganar el amor”. Sería bueno no tener que separar en esta historia entre buenos y malos, porque hasta el más malintencionado de sus vecinos quería, en el fondo, que Marcelina tuviera razón. Somos todos iguales, pero en distintos mundos. Por eso le daban algunos trabajitos con los que financiaba la espera. Limpiaba casas, más que nada. Como era muy hermosa a nadie le molestaba tenerla en su living agachada para sacar la tierra de atrás de la cómoda. Ella lo sabía, y a todos sonreía, y a todos apuntaba con el brillo de sus ojos, que eran color miel, y así hasta pudo ahorrar, para darle una sorpresa a Roberto en su vuelta: tengo plata para el pasaje, Roberto, y para adornar con flores amarillas la casa, que es lo que me gusta, y para regalarte una botella de whisky que te vas a tomar mientras la mirás por última vez, comiendo un chorizo colorado, que es lo que te gusta. No tengas miedo, Roberto: los dos vamos a tener que cambiar mucho, que aprender mucho, pero vas a ser un buen papá.
Parecía que tarde o temprano iba a llover. Era un atardecer frío, y aunque a los mosquitos no les guste el frío, estaba lleno de mosquitos. Para Marcelina había sido un día pésimo, mucho trabajo, que cada vez se le hacía más difícil: cada dos por tres tenía que interrumpir por náuseas. Le dolía la columna. Ya hacía un par de meses que la pancita había hecho incareteable el embarazo, y tanto su familia como sus vecinos se dirigían a ella con una lástima molestísima. Le decían que deje de trabajar. Pero si dejaba de trabajar, ¿cómo iba a hacer para vivir? Claro que le gustaría dejar de trabajar, pero cuando llegue Roberto. Allá en Brasil, hasta que el nene cumpla un año, no pensaba trabajar.
Parecía que tarde o temprano iba a llover. Era un atardecer frío y Marcelina volvía de un mal día de trabajo. Ella, que creyó durante todo este tiempo ser la que tenía una noticia que dar, era en realidad la que tenía una por recibir. Se cruzó al colorado Esteban, que volvía hacía poco de Brasil. Se encontraron de frente, en una nube de mosquitos.
Tengo que empezar de nuevo. Parecía que iba a llover y Marcelina volvía apurada a su casa después de un día de mierda, hacía frío, y lo encontró al colorado Esteban matando mosquitos. Cuando el colo la vio embarazada tuvo un escalofrío. Había prometido a Roberto no decir nada, y además a nadie le gusta dar una noticia así, pero cuando vio esos cachetes pecosos hinchados, esas tetas hinchadas, esa panza durísima, le dijo de un tirón: Roberto no va a volver. Se casó con una negra. Se queda. Tomá su número. Tiene domicilio fijo desde hace tres meses. No quería que vos lo sepas, porque si lo de la negra no funciona piensa volver con vos.
Marcelina fue a los tumbos hasta el locutorio. Apretó cada botón temblando con todo el cuerpo. Roberto dijo hola.
Marcelina dijo hola.
Roberto hizo silencio.
Marcelina dijo hola.
Roberto hizo silencio.
Marcelina dijo hola.
Roberto dijo: perdoname, amor mío, es que hay algo que no funciona en mí muy bien.
Marcelina cortó.
Caminó hasta la casa. Se acostó en posición fetal. Estaba preparada para llorar y no: a los cuatro segundos se paró y caminó hasta el cajón de los cubiertos. Es difícil contar lo que estoy por contar. El mundo y la locura se hicieron antes que nuestro idioma, y aparentemente siguiendo designios distintos. Primero caminó. A cada paso, su cabeza funcionaba peor. Recorría la casa, caminando rápido: se daba cuenta de que si no caminaba, las cosas quedarían como están. Pero lamentablemente tenía que caminar. Y con cada paso era menor la certeza de que en el próximo paso el suelo va a seguir estando. Cada vez más, al apoyar el pie, le parecía probable dejar de encontrar piso. Así que se agachó hasta llegar con ambas manos al suelo: antes de ir con la pierna, tenía que confirmar con la mano, porque el ojo ya no era suyo. Rodeaba en espiral el cajón de los cubiertos, y llegó. Eligió un cuchillo y se abrió al medio y sacó lo primero que vio: una estructura romboide, de tablas carnosas, con una manguerita suelta y frágil que empezaba en el vértice fornido y expulsaba un líquido arenoso. Había algo que probablemente era un ojo, pero que más que ver parecía respirar. Nada, ahí, latía, y muchos espacios eran aire, podía verse a través. Una parte estaba cubierta de algunos pelitos blancos. Marcelina asoció ideas, le clavó su navajita, y mientras empezaba a chorrear lo quiso tirar por la ventana. Pegó en el borde y quedó adentro de la casita. Ella estaba partida por la mitad, cada movimiento costaba el doble, y cuando ya mucha sangre había perdido, todavía más. Se arrastró hasta el feto y lo agarró entre las manos. Pensaba, de nuevo, intentar tirarlo, pero cuando estaba a punto una voz le dijo: siéntese sobre el obstáculo. Y otra dijo: faltan más de mil años y estás en silencio. Los pies de Marcelina a veces podían pisar el suelo, pero del corte para arriba todo se tambaleaba hasta llegar hasta abajo y girar. Su sangre había quedado en el rincón de la casita donde hizo el corte, y daba la sensación de que iba dejando atrás, una a una, partes de su cuerpo. Pero lo que atrás quedaba no era cuerpo, sino su densidad. Se iba a morir. Se miró las manos, las líneas de las manos, hizo gestos con las manos, que se desinflaban y ponían blancas. Por partes abajo de su piel se percibía un hueso chico. ¿Porqué nos aferramos tanto a la vida? ¿de forma tan bestia, tan apasionada? Cuando ella, años atrás, entendió que todo esto es un espacio de formación, una fábula, una escuela, parte de una ficción grande, fue solamente la compasión hacia quienes van a residir en la misma gran ficción lo que la llevó a tratar de hacer las cosas bien, a comprometerse con la vida. Esto, sí, es un cuento, se dijo, pero soy dueña de mi voluntad, y si en este cuento, dentro de un rato, otro personaje me deja contarle mi historia, el autor va a estar obligado a que, a partir de ese momento, ese otro personaje sea un poco mejor persona. Pensaba en esto mirando al feto, y se dio cuenta de que existía una sola posibilidad: sentarse sobre el obstáculo y respirar. Y no moverse: si se movía se alejaba del obstáculo, y si se alejaba lo fortalecía. Así que ni un músculo, preciosa. Una sola condición: inhalar. Una sola condición: exhalar. Faltan más de mil años y estás en silencio. Y así, como quien camina dentro de un sueño, sin proponérselo ni darse cuenta, construyó espacio. Y el espacio permitió que la materia de su cuerpo haga lo que hace lo que pulsa por vivir: ampliar su densidad. Y la densidad respiró de nuevo, y la materia encajó en el tiempo. Faltan más de mil años y estás en silencio. Y respirando entendió el tiempo, y entendiendo el tiempo entendió el amor, y cicatrizó. Y juntó las palmas de las manos y volvió a mirar el mundo de los objetos y todo era nuevo. Todo estaba lleno de luz.
Al otro día salió a la calle y fue consciente de cada gota de rocío. Consciente del reflejo de cada nube en cada gota de rocío. Consciente del reflejo de cada hombre en cada nube en cada gota de rocío. Conciente del reflejo de cada gota de rocío en cada hombre en cada nube en cada gota de rocío y así con todo. Y vio en el aire el vapor que subía convirtiéndose en cielo. Y en cada grano de tierra vio los continentes. Y supo que era dueña de todo. Y que todo lo que veía estaba adentro de su cuerpo. Y que su cuerpo estaba hecho de el planeta, los lagos, la luna, la ciudad. De todas las cosas. De las diez mil cosas.
Cuando una mujer pierde todos sus sueños y se despierta, ¿qué debería hacer? Lo que más placer le de. En la vida de Marcelina, monógama desde la adolescencia, hacía falta, más que cualquier otra cosa, garche. Y se dedicó a garcharse a cada criatura del señor. Después de su experiencia al despertar, ese cuerpo de flor ya no necesitaba comer, dormir ni soñar. Más que mujer era una roca. Pero una roca hermosa como una misionerita de 22 años. Fue volteando, uno a uno, a todos los muñecos del pueblo. Fue conociendo todo tipo de pijas. Fue metiéndose en la concha todo tipo de partes de todo tipo de cuerpos. Primero cuerpos humanos, después animales, después vegetales, después minerales. Cada miembro del mundo. Y de los garchantes, se veía desde lejos que uno era el asesino y el otro era el que va a morir. Los hombres se le enamoraban y ella los iba destrozando. Y seguía, y seguía. Derribando cualquier tipo de prejuicio, no le importara el tamaño de lo que se metiera, porque lo que le importaba no era su placer: era el de un mundo al que aprendía a chupar el alma. De todo podía alimentarse. Nunca a Dios se le ocurrió que una de sus creaciones pudiera llegar a portar tan prodigiosa concha. Una mujer es una fuerza destructiva muy importante. En la mayoría de los casos, ver una mujer destruyendo a un hombre puede ser un deleite para los sentidos del hijo de puta promedio. Pero existen algunos hombres muy valiosos cuya ruina no puede ser deseada por ningún ser vivo. Ellos son el premio mayor para la que anda en búsqueda de víctimas. Después de frotarse cada fragmento de concha con cada fragmento de mundo, Marcelina emprendió la búsqueda de Roberto.
Cuatro mil kilómetros corrió sin parar a comer ni a dormir. Qué lindo pueblo de playa brasilera, la puta madre. Frenó y olió mirando a su alrededor. A la tercera percepción, ya estaba en la casa de Roberto. Lo primero que vio fue a la negra. La boca de Marcelina se abrió al diámetro de 90cm., disparando una bala de cañón que, desde muy corta distancia, agujereó la panza de la negra. Sin oponer resistencia, la negra murió.
Nuestra heroína caminó toda la casa, cada cuarto vacío. Se sentó en el sillón grande. Una gata gris se le acercó. Salía del cajón de las medias. Se hicieron mimos: las dos manos, la nuca, el espacio entre los ojos de las dos, esa cola larguísima y peluda que frotaba la papada de la otra. Esperaron, sin pestañear, cuatro horas, y él llegó.
Te voy a perdonar, hijo de puta. Tevoiaperdonarhijodeputa. Te voy a perdonar hijo de puta. Fue el polvo más largo de la civilización occidental. Años garchando se pasaron. Y después salieron a comer a una pizzería.