jueves, 1 de diciembre de 2016



Paisaje todo amarillo, con hombre amarillo sentado en el centro. Arriba a la izquierda un enorme redondo sol amarillo delante de un cielo amarillo. Abajo: una pradera amarilla con pasto amarillo, con algunas manchas que son tréboles de color amarillo oscuro. Árboles de tronco amarillo con ramas amarillentas y hojas amarillitas, jugosos frutos provocadoramente amarillos. Corre una suave y agradable brisa amarilla, que juega con las tranquilas y amarillas aguas de los charcos. El hombre amarillo parece muy cómodo.

Hombre amarillo: ¡Ah! ¡Qué cómodo estoy!

Pasan seis horas, en las que observamos con sumo placer la comodidad del hombre amarillo. Cuando ya la amarilla noche penetró todos los cuerpos amarillos, entra caminando una hormiguita colorada.

 Hormiga: ¡Mierda! ¡Qué es este lugar! ¡Es todo amarillo!

Se ve el detalle de cómo el amarillo corazón del hombre amarillo se estruja semejante a un trapo. Despide un dolor amarillo que como amarillos alfileres atraviesa los testículos y ovarios del público de la sala, que es de todos los colores.
Habla el amarillo corazón del hombre amarillo:

Amarillo corazón del hombre amarillo: ¡Aléjese de aquí, monstruo asqueroso!

Las hormigas, en este planeta, no oyen las palabras de los corazones. Así que sin inmutarse sigue caminando y se trepa al hombre. Le camina todos los contornos, pie, pierna, cintura, etcétera, hasta llegar a la cabeza. Se detiene en la parte más alta del techo de la cabeza del amarillo sujeto. Como es de entenderse, siendo todo amarillo, lo único que se ve es la hormiga roja. Hace gárgaras, la hormiga, con tibia agua amarilla, se limpia la garganta roja y, solemne, se dispone a hablar.

Hormiga: El meridiano de la circulación de la energía sexual va desde la tetilla hasta el dedo medio de cada mano. Se corresponde a los órganos sexuales e influye en el estado de la energía vital. La energía creadora tiene su sede en los órganos sexuales.

La hormiga se tira un pedo.

Para los vedas, el semen masculino, llamado bindu, y el flujo femenino, considerado también una sustancia poderosa y llamado raja, cuando no se consumen en el ejercicio de la sexualidad se transmutan en un precioso aceite esencial dorado llamado ojas, que sirve para la regeneración y la renovación de todos los órganos vitales.

La hormiga se tira otro pedo.

Es la materia prima de la energía kundalini. Tiene un valor inmenso, hay que evitar su despilfarro. Mil gotas de leche materna se necesitan para formar una gota de sangre, y mil gotas de sangre producen una gota de semen.

La hormiguita hace caca en la cabeza del hombre amarillo y se va. En otro planeta, aunque en el mismo escenario, hay dos caballos, un gateado y un zaino. Hay un montón de colores, pero predominan los marrones.

Gateado: ¿Seguís pensando en ella?
Zaino: Todo el tiempo.

El gateado camina hasta la heladera.

Gateado: ¿Sospechaste en seguida?
Zaino: Sí. Sospeché en seguida.

El gateado saca una cerveza de la heladera. La abre y da un trago del pico.

Zaino: Es imposible no sospechar, cuando al trabajo lo encarga un anónimo. Ahora la intriga es porqué la asesina me contrataría para investigar su propio homicidio. Que haya simulado su muerte es comprensible, pero ¿que siga viviendo en el mismo lugar, y contrate un caballo detective para una investigación que si llega a buen puerto termina con ella presa?
Gateado: ¿Vas a seguir investigando, aunque nadie te pague el trabajo?
Zaino: No puedo evitarlo. Está en mi naturaleza.

El gateado, que ya está borracho, se tira a dormir en el sofá. Entra, silenciosa, la hormiguita roja.

Zaino: ¿Querés tomar algo?
Hormiga: No. No tenemos mucho tiempo.

El zaino la mira como un viejo verde. La hormiga lo mira como una puta linda.

Hormiga: No tenemos mucho tiempo.  

El zaino la pone de espaldas. La hormiga apoya las dos patitas delanteras en el sofá y se prepara para recibir. El zaino se lame el casco de su pata superior derecha, que queda chorreando saliva, y lo usa para lubricar el ano de la hormiga. Sin ni un poquito de amor, sin mirarla a los ojos, le mete de un envión su pija gigante de caballo triste y desorientado. La hormiga grita, no se entiende si de placer o de dolor, pero qué importa si es placer o dolor. Parece imposible que los gritos no despierten al gateado, que duerme en el sofá. Pero no lo despiertan. Al hombre amarillo, en otro lugar del escenario, de todo esto le llega un rumor, que no sabe entender. La hormiga empieza a transpirar. El corazón del hombre amarillo bosteza, y de su bostezo sale el Ferrocarril Urquiza. El tren viaja, hasta atropellar a los caballos y a la hormiga: a la hormiga no le hace nada, porque es muy chiquita, le pasa por arriba, pero al gateado lo destripa y al zaino le corta la chota. Camina agonizante, desangrándose su entrepierna, por al lado del mar.

Zaino: Quién pensaría que el momento final me encontraría en este estado, envidiando el triunfo de los pájaros, el chillido lleno de dolor de esos pájaros porfiados que saben que también van a morir y que cuando mueran se van a ver a sí mismos envidiar a las estrellas, estrellas que también van a morir y que cuando mueran van a envidiar a…

El zaino muere. Una ola lo acaricia varias veces mientras empalidece y su carne se pone dura.
El hombre amarillo no vio nada de lo que pasaba, pues sus ojos solamente ven las cosas que son amarillas, y sus oidos solamente escuchan el sonido proveniente de cuerpos amarillos, etcétera.
Es una suerte, porque si hubiera podido mirar a los caballos, la cerveza, la intriga, la hormiga, el sexo, la muerte, los pájaros y el mar se hubiera sentido mal.
Igual, y nadie sabe porqué ni cómo, algo siente, algo le llegó de todo esto, y frente a la extrañeza de una emoción que su cabeza no puede justificar, llora un poco.















martes, 16 de septiembre de 2014



I
Apenas entró al cuarto pensó (es natural) que la habitación del hotel Asta estaba vacía y limpia, pero abrió el ropero y vio vestidos. Se vio como desde afuera (la ventana era enorme pero séptimo piso) de frente a un conjunto de vestidos de otra. Los olió: podía ser su olor para alguien que no la conociera. Se reconoció (era), se conoció oliendo esa ropa, hasta los gestos que los demás le conocen y ella no pudo como tocar oliendo eso. Soltó el bolso de mano (al pie de la cama) y caminó el resto del cuarto, el baño: todo limpio, desinfectado hasta. Cerraba: una muqui pajera limpió así nomás y no miró el ropero que turbiamente quedó lleno. Ahora esto es mío.
Se me ocurre escribir una cosa policial, a la dueña de los vestidos la asesinaron o algo, pero mejor drama de “una mujer sola en un cuarto de hotel” como escrito apurado al tuntún del significante.
Agarró primero más vale que el vestido rojo y lo olió sólo. Como en espejo, pestañó. Caminó con el vestido apretado entre las manos hasta la ventana (invierno, el río, noche normal) y lo soltó. Cayó, rojo. Se puso contenta. Los tiró todos y prendió la tele. Después lloró. Después hizo unos llamados por teléfono, miró más tele y se durmió.

II
Había manejado 14 horas sin descansar, cuando entraba al hotel se movía con la seguridad de una imbécil, y mientras se hundía en la cama repetía la misma musiquita que no se pudo sacar de la cabeza durante todo el viaje. Despertó a las cinco, la cabeza se le agrandaba y volvía a achicar. La ventana del cuarto estaba entreabierta: circulaba una línea de aire, algo frío. Jazmín se asomó: todo le interesaba, las luces de los autos, esporádicas, el remoto amanecer naranja, la posibilidad de ver minúsculo y silencioso algún animal cruzando esa ruta flaca y fea y devorada por pastizales. Quiso hacer un llamado y revolvió en la oscuridad su cartera hasta dar con el teléfono. Volvió a acostarse en la cama y a cerrar los ojos mientras esperaba que atiendan.
- Dijiste que ibas a dormir siempre en el auto. Cómo que no sabés cuánto hace que estás ahí.
- No me acuerdo, no me acuerdo nada. Ni si era de día o de noche cuando llegué.
- Tenés que seguir viajando ya.
- No jodas. Acá está todo bien. ¿Cómo está Jaz?
- Le dije que vas a volver pronto.
- ¿Porqué hiciste eso?
A veces cerraba los ojos para hablar y a veces los abría bien grandes, con fuerza. A veces cerraba los ojos para escuchar, a veces los abría. Era lo mismo, porque estaba en un cuarto oscuro.
- ¿Cómo está Jaz?
Estiró las piernas.
- ¿Duerme?
- Sí, duerme. Anoche volvió a dormir. En una hora tengo que despertarla. No la está pasando bien. Todavía nos equivocamos y le decimos Mili a veces. Es una locura y una estupidez cambiarle el nombre. No podés cambiarle el nombre a algo que amás.
Las dos mujeres quedaron en silencio. Las dos en construcciones antiguas, de techos altos, oscuras, con el sol del otoño tardío empezando a alumbrar. Las dos calladas sostenían teléfonos enormes y negros pegados a la oreja derecha, las dos pensaban sin parar y no abrían la boca, las dos mujeres quedaron mudas mirando la ventana, el drama de la luz, un pájaro grandote y torpe sacudiendo el cuello y las alas y cortando la ventana en dos.
- Prometeme que vas a seguir viajando.
- Tengo que dormir un poco más. Perdoname. No te quiero mentir.
- Está bien. Cuidate. Te quiero mucho. Todas te queremos mucho.
- Yo también las quiero.
Empezó a recorrer el cuarto: abrir cajones. En un ropero encontró un vestido colorado. Enorme, el vestido de una gorda. Lo agarró con las dos manos de dedos flacos y duros, lo retorció, lo olió: nada especial. En la calma tierna de ponerse a recordar otra vez se le pegaba esa musiquita. Llevó el vestido a la ventana y lo soltó: cayó, rojo. Pasaba un grupo de pájaros grandotes y torpes, parecía que les costaba volar.
Se ató el bolso y la cartera y bajó.
- Me voy, te dejo libre la doce. ¿Cuánto es?
- A ver.
Era un hotel, casi una casa, todo de madera vieja. La empleada buscaba en un cuaderno de hojas cuadriculadas y entraba el ruido de los pájaros, el ruido de los bichos, el ruido de unos árboles, que eran álamos.
- Acá dice que ya pagó el miércoles y que le queda una noche más.
- Tenés razón. Igual me voy. Te dejo esa noche de propina.
- Gracias... muchas gracias... perdone.
- ¿Qué?
- Usted es Jazmín Baggio, la bailarina, ¿no?
- Sí.
- Vi unos videos suyos bailando.
- Qué raro.
- Sí. Yo no entiendo nada pero me re gustaron.
La mujer se emocionó, caminó hasta el auto y arrancó de nuevo.

viernes, 25 de abril de 2014



Es probable que se vayan dando demasiadas repeticiones en mi manera de actuar, pero no sé qué sería de mi vida si no hubiera aprendido a amar las repeticiones. Cuando buscaba un placer diferente en cada bocado no era feliz. Ahora me abrazo con valentía y placer porque solamente mastico carne. Como me gusta jugosa, antes meto y saco durante dos o tres minutos el dedo en la vagina de la que haya comprado esa semana. Las trae el Rojo Esteban, el turro mantiene su proveedor en secreto, vive con miedo de que le saquen el negocio. Es el mejor, consigue lo mejor. Además, es el único. Sabe que me gustan de entre 16 y 19 años y doraditas. Cuando la carne está ya jugosa meto mi cuchara de bordes afilados y les como de a bocados grandes el sexo. Por suerte soy sordo y ni me entero de las quejas. A veces está invitado alguno de mis cuatro vecinos, somos una sociedad carnívora, solamente nos gusta la carne y con la carne lo único que hacemos es comer.
El intendente VMT se prostituyó hasta los doce, que se metió en política. Es un hombrecito desnutrido pero de huesos grandes, culón, tetón, de brazos flacos que se le vuelan y ojos clarísimos. Dada la demanda, a veces excesiva, por parte de los habitantes de esta especie de pueblo, se le fue desarmando el culo, que conoció buenos tiempos pero hoy es andrajos de trapo viejo que cuelgan. En épocas antiguas, cuando el Rojo no había perfeccionado el sistema de distribución, épocas flacas, usábamos el culo del intendente como carnicería. Pero hoy ya no sirve, no cuidó la temperatura y la materia prima se agusanó. Con la plata de la carne anal que nos vendía, VMT, que es un gran estadista financiero, construyó la plaza del pueblo.
También está Gurko, un cazador grandote que no habla. Tiene una ceja en lugar de bigote y dos bigotes en lugar de cejas, y la mirada de una hiena fea. Cuando quedan pocas chicas Gurko sale a cazar animalitos cuya especie casi nunca sabemos reconocer, a veces felinos que parecen roedores, a veces roedores que parecen felinos. Todo en Gurko convoca a quedarse callado, con la boca llena, y cagado de miedo.
El Rojo Esteban, un poco en chiste y un poco en serio, es Ministro de Asuntos Digestivos, pero amasó su fortuna con el tráfico de pibas. Tiene la espalda encorvada y no es tan feliz como el resto de nosotros.
El quinto vecino es una mezcla de todos y no tiene nombre. Una vez se quedó atrapado durante una semana en una de las trampas que pone Gurko para cazar ratitas. Cambió fuertemente su personalidad, ahora a veces se ríe. Nosotros no somos un grupo de gente que se ríe, así que lo fajamos. Una vez vio un ángel. Tengo que acordarme de contar eso. Tengo una idea, no, una idea no, una fe, es que mi silencio y tu silencio son diferentes, y se pueden sumar, cruzar, mi infinito y tu infinito son dos infinitos diferentes, y se pueden sumar, cruzar. En realidad sé que no se puede, pero creo que vale la pena hacer el intento. Por eso somos una sociedad y no un grupo de cinco carnívoros solitarios. Nuestras hambres están sumadas. Encontrar algo así es importante para cualquiera. Es un milagro habernos encontrado y organizado. Al principio nos fuimos encontrando de a partes, después de a uno, después el grupo. Yo siempre fui carnívoro, pero solamente en grupo ocurrió la ortodoxia que nos salvó a todos de nuestras vidas anteriores, dolorosas y aburridas.
De adolescente tenía que simular interés en cojer con las chiquitas, cuando lo único que me interesaba era comerlas. Mis genitales son mi aparato digestivo, como y cago donde los demás ubican esa práctica absurda y antiestética de meterla y sacarla. Para sentirme pleno tuve que encontrar el grupo, fundar el pueblo, sembrar un código. No es algo que pueda decir en voz alta, pero si no fuera por mí esto nunca hubiera resultado. De mí surgió nuestra economía. Tengo mucha plata, siempre la tuve, y sugerí al intendente cobrarme un impuesto para construir el pueblo. Soy el primer cliente de Esteban, Esteban fue prestamista de los otros dos, y así empezó a circular el dinero entre nosotros. Gracias a que había guita pudimos establecer afectos y temas de conversación.

Una vez leí un libro en el que hay una piedra de carne. Leer eso me hizo mal.

Tengo que hablar de Juan. Juan nos traicionó. Todos lo creímos uno de nosotros y nos traicionó. Nos vimos obligados a quemarlo. Como soy sordo a sus gritos en vez de escucharlos los saboree como si fueran la ostrita de una prepúber. Lo que resultaba hipnótico era la llama del escroto, una llamita brillante adentro de una llama opaca.

Aunque se que doy la impresión de que somos un poco monotemáticos, es grande la variedad de temas que nos preocupan. Son muchas las formas de la carne cuando uno profundiza, y muchas nuestras preocupaciones. Nuestra ambición máxima, el objetivo de los discípulos de nuestros discípulos, es una alquimia que convierta cualquier cosa en carne. Flores de carne, casas de carne, luz convertida en carne. Nunca va a ser como comerse una buena concha orgánica, pero solucionaría definitivamente la subsistencia de la comunidad. Bosques enteros de carne, con cascadas, cielos, animales hechos totalmente de carne de vagina joven.

Por mi problema auditivo no establezco relación alguna con las chicas que como, pero los vecinos les charlan bastante. A veces intentan convertirlas. Sería hermoso que una mujer se interese en participar de nuestra comunidad. Pero cuesta mucho trabajo conseguir que se relajen y nos quieran. Lo intentamos, pero ninguna nos quiere. Como mucho fingen querernos y después piden que las dejemos huir. La mujer generosa, que sepa dar sin recibir, tarde o temprano va a llegar y nos va a salvar del pecado, nos va a enseñar del amor, nos va a convertir en sabios capaces de hacer feliz a cualquiera con nuestra doctrina.

Soy el único autorizado a escribir, mi responsabilidad es transmitir nuestro amor y nuestros métodos a futuros interesados. Los demás tienen prohibida la escritura, porque escribirían mal. Por sordo, converso por escrito. Una vez una churrasquita de 17 años me entretuvo con un rato largo de charla. Su letra era prodigiosa, el movimiento de su mano sobre el papel era delicado, tierno, lleno de bondad. Primero escribía pedidos de piedad, pero, inteligente, se dio cuenta rápido de lo estúpido que es pedir algo así. Así que me empezó a hacer preguntas, le interesaba yo, mi pasado, mis ideas, y me sentí elogiado cuando noté que lo que empezaba como una estrategia de supervivencia se convertía en interés genuino. Sus preguntas eran acertadas, usaba la palabra justa. Cuando veo a mis vecinos charlar con la comida me parecen unos maricones, pero en este caso lo hice y fue agradable.

Hace creo que 9 años bajamos a la ciudad y pusimos carteles en los que abríamos la inscripción al grupo, dando una pista sobre como contactarnos. Con toda ilusión esperamos que se llene alguna de las cuatro vacantes disponibles. Admitimos que la difusión falló, pero no perdemos la esperanza de que algún día llegue algún interesado o interesada. Una vez que alguien pisa la montaña es fácil llegar a nuestro pueblo. Creo que el motivo por el cual escribo es la esperanza de que algún día una mujer, curiosa, lea esto y se acerque, invitarla a cenar. En general, lo que me importa de una historia reside en un solo instante. Cuando capture ese instante es que va a aparecer ella. El pueblo está en una montaña que hay en Buenos Aires, en Argentina, en el centro de la Capital Federal. Lógicamente el lugar de la montaña donde construimos fue elegido por VMT, sometido a la voluntad popular. Hicimos plaza, municipalidad, banco y una escuela que usamos de iglesia. Hay viviendas para nosotros y para los cuatro futuros nuevos vecinos. Llegamos tras una larga cabalgata de meses y meses, ayudados por una servidumbre que fue muriendo, unos hombres bastante mujeres a quienes comimos después de usar, caballos que fuimos comiendo, aterrizando a veces en pueblos cuyos habitantes dan ganas de llorar. Encontrar el lugar donde más cómodos nos sentimos fue una gran alegría y un gran abrazo. Por eso es doblemente meritoria la tarea de Esteban. Debe ser gracias a alguna magia que consigue chicas, tan alejados de todo. O puede existir un atajo a la ciudad grande. Pasé horas elaborando teorías, pero son todas muy delirantes. Cuando vimos el lugar donde debíamos construir el pueblo todos lo supimos, y Gurko largó un grito que no escuché pero me hizo pensar en papá y mamá. Lloré, estaba acompañado, en comunión con mis amigos y compañeros de viaje, con las aves y con la tierra. Nos dormimos y volvimos a despertar tantas veces.

lunes, 19 de agosto de 2013

Pareciera que tarde o temprano va a llover. De una orilla a otra de la mesa un hombre intenta explicarle a su mujer algo inexplicable. Una orilla es buena, la otra es la orilla mala. Ella tiene los ojos mojados, es una cosa que rompe el corazón, pero cada tanto se ríe, porque él todavía es capaz de hacerla reír. El quiere abandonar la búsqueda de la felicidad. Ya no intentarlo. Se dio cuenta, le dice, de que ese laberinto, como todos los laberintos, es inútil. No es otra mujer, por favor, interpretarlo de esa manera sería apurado, tonto. Es una sensación que a la palabra que más se parece es a la palabra libertad. Tampoco tiene que ver con cosas como aburrimiento o cansancio. Mientras construye el tejido de su defensa sabe, como saben los escritores, que tiene que cuidarse de volverse ingenioso cuando no tiene nada que decir. Pero sin embargo sale de su boca decirle nadie sabe quién soy y voy a hacerte una promesa que va a ser como el fuego del sol: cuando haya conseguido un buen trabajo voy a volver a buscarte y te voy a llevar conmigo a Brasil. El rostro de la mujer, el rostro de la mujer, el rostro de la mujer le da un abrazo, construyendo el momento en que un hombre debería besar esos ojos mojados, y él en realidad lo hace, pero solamente de modo espiritual y sin que ella lo note. Debería ser más sensible a esa casi sonrisa que ella sugiere, pero está muy embobado tratando de dar elocuencia a sus palabras. Sabe, cómo no va a saber, que el intento de liberarse de un laberinto implicó meterse en otro. Pero este es el último. Después del chau va a ser un hombre capaz de hacer cualquier cosa sin pensar en nadie. Va a ser el número cero. Todos los hombres en algún momento de nuestra vida nos creímos esa estupidez, así que dejémoslo, pobrecito, dedicarse con furia a ese viaje.
Esa noche, por última vez, hicieron el amor, de forma lentísima, de forma desesperada, y Marcelina, por supuesto, se embarazó.
Y para Marcelina la espera de su macho se convirtió en un asunto religioso. Lo imaginaba en la costa golpeando puertas, hablando con todo el mundo, hablando de ella, la búsqueda de trabajo de su marido, en sus fantasías, era heroica, épica. Le fallaron tanto el pasado como el futuro: del recuerdo de su historia romántica borró los infortunios, del proyecto a futuro inventó una historia de Aladino, llegándola a buscar en alfombra voladora y depositándola en un buen pasar brasilero, con paisajes nuevos, con hijos. El fantasma de Roberto era mejor que Roberto, y la pobre Marcelina no supo verlo, no se supo defender. Y cómo no ser débil, vulnerable, carente, una mujer sola, enamorada, con un bebé creciendo en su pancita de un papá al que no tiene cómo comunicarle que ya son una familia, cómo transmitirle con caricias lo inmenso que fue el amor de su última unión. Pasó el tiempo, semanas enteras, sin saber a dónde escribirle, y sin saber si correspondería informar a su familia antes de la vuelta. Pero no dejaba de imaginar en la vuelta la noticia, las sonrisas evolucionando a gritos, convirtiéndose en llanto feliz. Cuanto más tiempo pasaba, con más pena la miraban los vecinos de este pueblito de Misiones. Pero a ella, voluntariamente ciega a los malos pensamientos y a la maldad del de al lado, cuanto más tiempo pasaba más lindo le parecía que iba a ser el reencuentro.
Nadie piense que Marcelina fuera tonta: era una mujer tremendamente perceptiva. Pero si quería mantenerse entera estaba obligada a un especial esfuerzo para que el mal no gane. El mal, en este caso, residía en la suspicacia del ojo de sus vecinos. Los argumentos de los vecinos son fáciles de entender para cualquiera: “qué va a volver, está de joda en Brasil”, esas cosas. Los de Marcelina, difíciles: “va a ganar el amor”. Sería bueno no tener que separar en esta historia entre buenos y malos, porque hasta el más malintencionado de sus vecinos quería, en el fondo, que Marcelina tuviera razón. Somos todos iguales, pero en distintos mundos. Por eso le daban algunos trabajitos con los que financiaba la espera. Limpiaba casas, más que nada. Como era muy hermosa a nadie le molestaba tenerla en su living agachada para sacar la tierra de atrás de la cómoda. Ella lo sabía, y a todos sonreía, y a todos apuntaba con el brillo de sus ojos, que eran color miel, y así hasta pudo ahorrar, para darle una sorpresa a Roberto en su vuelta: tengo plata para el pasaje, Roberto, y para adornar con flores amarillas la casa, que es lo que me gusta, y para regalarte una botella de whisky que te vas a tomar mientras la mirás por última vez, comiendo un chorizo colorado, que es lo que te gusta. No tengas miedo, Roberto: los dos vamos a tener que cambiar mucho, que aprender mucho, pero vas a ser un buen papá.  
 Parecía que tarde o temprano iba a llover. Era un atardecer frío, y aunque a los mosquitos no les guste el frío, estaba lleno de mosquitos. Para Marcelina había sido un día pésimo, mucho trabajo, que cada vez se le hacía más difícil: cada dos por tres tenía que interrumpir por náuseas. Le dolía la columna. Ya hacía un par de meses que la pancita había hecho incareteable el embarazo, y tanto su familia como sus vecinos se dirigían a ella con una lástima molestísima. Le decían que deje de trabajar. Pero si dejaba de trabajar, ¿cómo iba a hacer para vivir? Claro que le gustaría dejar de trabajar, pero cuando llegue Roberto. Allá en Brasil, hasta que el nene cumpla un año, no pensaba trabajar. 
Parecía que tarde o temprano iba a llover. Era un atardecer frío y Marcelina volvía de un mal día de trabajo. Ella, que creyó durante todo este tiempo ser la que tenía una noticia que dar, era en realidad la que tenía una por recibir. Se cruzó al colorado Esteban, que volvía hacía poco de Brasil. Se encontraron de frente, en una nube de mosquitos.
Tengo que empezar de nuevo. Parecía que iba a llover y Marcelina volvía apurada a su casa después de un día de mierda, hacía frío, y lo encontró al colorado Esteban matando mosquitos. Cuando el colo la vio embarazada tuvo un escalofrío. Había prometido a Roberto no decir nada, y además a nadie le gusta dar una noticia así, pero cuando vio esos cachetes pecosos hinchados, esas tetas hinchadas, esa panza durísima, le dijo de un tirón: Roberto no va a volver. Se casó con una negra. Se queda. Tomá su número. Tiene domicilio fijo desde hace tres meses. No quería que vos lo sepas, porque si lo de la negra no funciona piensa volver con vos. 
Marcelina fue a los tumbos hasta el locutorio. Apretó cada botón temblando con todo el cuerpo. Roberto dijo hola.
Marcelina dijo hola.
Roberto hizo silencio.
Marcelina dijo hola.
Roberto hizo silencio.
Marcelina dijo hola.
Roberto dijo: perdoname, amor mío, es que hay algo que no funciona en mí muy bien. 
Marcelina cortó.
Caminó hasta la casa. Se acostó en posición fetal. Estaba preparada para llorar y no: a los cuatro segundos se paró y caminó hasta el cajón de los cubiertos. Es difícil contar lo que estoy por contar. El mundo y la locura se hicieron antes que nuestro idioma, y aparentemente siguiendo designios distintos. Primero caminó. A cada paso, su cabeza funcionaba peor. Recorría la casa, caminando rápido: se daba cuenta de que si no caminaba, las cosas quedarían como están. Pero lamentablemente tenía que caminar. Y con cada paso era menor la certeza de que en el próximo paso el suelo va a seguir estando. Cada vez más, al apoyar el pie, le parecía probable dejar de encontrar piso. Así que se agachó hasta llegar con ambas manos al suelo: antes de ir con la pierna, tenía que confirmar con la mano, porque el ojo ya no era suyo. Rodeaba en espiral el cajón de los cubiertos, y llegó. Eligió un cuchillo y se abrió al medio y sacó lo primero que vio: una estructura romboide, de tablas carnosas, con una manguerita suelta y frágil que empezaba en el vértice fornido y expulsaba un líquido arenoso. Había algo que probablemente era un ojo, pero que más que ver parecía respirar. Nada, ahí, latía, y muchos espacios eran aire, podía verse a través. Una parte estaba cubierta de algunos pelitos blancos. Marcelina asoció ideas, le clavó su navajita, y mientras empezaba a chorrear lo quiso tirar por la ventana. Pegó en el borde y quedó adentro de la casita. Ella estaba partida por la mitad, cada movimiento costaba el doble, y cuando ya mucha sangre había perdido, todavía más. Se arrastró hasta el feto y lo agarró entre las manos. Pensaba, de nuevo, intentar tirarlo, pero cuando estaba a punto una voz le dijo: siéntese sobre el obstáculo. Y otra dijo: faltan más de mil años y estás en silencio. Los pies de Marcelina a veces podían pisar el suelo, pero del corte para arriba todo se tambaleaba hasta llegar hasta abajo y girar. Su sangre había quedado en el rincón de la casita donde hizo el corte, y daba la sensación de que iba dejando atrás, una a una, partes de su cuerpo. Pero lo que atrás quedaba no era cuerpo, sino su densidad. Se iba a morir. Se miró las manos, las líneas de las manos, hizo gestos con las manos, que se desinflaban y ponían blancas. Por partes abajo de su piel se percibía un hueso chico. ¿Porqué nos aferramos tanto a la vida? ¿de forma tan bestia, tan apasionada? Cuando ella, años atrás, entendió que todo esto es un espacio de formación, una fábula, una escuela, parte de una ficción grande, fue solamente la compasión hacia quienes van a residir en la misma gran ficción lo que la llevó a tratar de hacer las cosas bien, a comprometerse con la vida. Esto, sí, es un cuento, se dijo, pero soy dueña de mi voluntad, y si en este cuento, dentro de un rato, otro personaje me deja contarle mi historia, el autor va a estar obligado a que, a partir de ese momento, ese otro personaje sea un poco mejor persona. Pensaba en esto mirando al feto, y se dio cuenta de que existía una sola posibilidad: sentarse sobre el obstáculo y respirar. Y no moverse: si se movía se alejaba del obstáculo, y si se alejaba lo fortalecía. Así que ni un músculo, preciosa. Una sola condición: inhalar. Una sola condición: exhalar. Faltan más de mil años y estás en silencio. Y así, como quien camina dentro de un sueño, sin proponérselo ni darse cuenta, construyó espacio. Y el espacio permitió que la materia de su cuerpo haga lo que hace lo que pulsa por vivir: ampliar su densidad. Y la densidad respiró de nuevo, y la materia encajó en el tiempo. Faltan más de mil años y estás en silencio. Y respirando entendió el tiempo, y entendiendo el tiempo entendió el amor, y cicatrizó. Y juntó las palmas de las manos y volvió a mirar el mundo de los objetos y todo era nuevo. Todo estaba lleno de luz.  
Al otro día salió a la calle y fue consciente de cada gota de rocío. Consciente del reflejo de cada nube en cada gota de rocío. Consciente del reflejo de cada hombre en cada nube en cada gota de rocío. Conciente del reflejo de cada gota de rocío en cada hombre en cada nube en cada gota de rocío y así con todo. Y vio en el aire el vapor que subía convirtiéndose en cielo. Y en cada grano de tierra vio los continentes. Y supo que era dueña de todo. Y que todo lo que veía estaba adentro de su cuerpo. Y que su cuerpo estaba hecho de el planeta, los lagos, la luna, la ciudad. De todas las cosas. De las diez mil cosas.
Cuando una mujer pierde todos sus sueños y se despierta, ¿qué debería hacer? Lo que más placer le de. En la vida de Marcelina, monógama desde la adolescencia, hacía falta, más que cualquier otra cosa, garche. Y se dedicó a garcharse a cada criatura del señor. Después de su experiencia al despertar, ese cuerpo de flor ya no necesitaba comer, dormir ni soñar. Más que mujer era una roca. Pero una roca hermosa como una misionerita de 22 años. Fue volteando, uno a uno, a todos los muñecos del pueblo. Fue conociendo todo tipo de pijas. Fue metiéndose en la concha todo tipo de partes de todo tipo de cuerpos. Primero cuerpos humanos, después animales, después vegetales, después minerales. Cada miembro del mundo. Y de los garchantes, se veía desde lejos que uno era el asesino y el otro era el que va a morir. Los hombres se le enamoraban y ella los iba destrozando. Y seguía, y seguía. Derribando cualquier tipo de prejuicio, no le importara el tamaño de lo que se metiera, porque lo que le importaba no era su placer: era el de un mundo al que aprendía a chupar el alma. De todo podía alimentarse. Nunca a Dios se le ocurrió que una de sus creaciones pudiera llegar a portar tan prodigiosa concha. Una mujer es una fuerza destructiva muy importante. En la mayoría de los casos, ver una mujer destruyendo a un hombre puede ser un deleite para los sentidos del hijo de puta promedio. Pero existen algunos hombres muy valiosos cuya ruina no puede ser deseada por ningún ser vivo. Ellos son el premio mayor para la que anda en búsqueda de víctimas. Después de frotarse cada fragmento de concha con cada fragmento de mundo, Marcelina emprendió la búsqueda de Roberto. 
Cuatro mil kilómetros corrió sin parar a comer ni a dormir. Qué lindo pueblo de playa brasilera, la puta madre. Frenó y olió mirando a su alrededor. A la tercera percepción, ya estaba en la casa de Roberto. Lo primero que vio fue a la negra. La boca de Marcelina se abrió al diámetro de 90cm., disparando una bala de cañón que, desde muy corta distancia, agujereó la panza de la negra. Sin oponer resistencia, la negra murió. 
Nuestra heroína caminó toda la casa, cada cuarto vacío. Se sentó en el sillón grande. Una gata gris se le acercó. Salía del cajón de las medias. Se hicieron mimos: las dos manos, la nuca, el espacio entre los ojos de las dos, esa cola larguísima y peluda que frotaba la papada de la otra. Esperaron, sin pestañear, cuatro horas, y él llegó.
Te voy a perdonar, hijo de puta. Tevoiaperdonarhijodeputa. Te voy a perdonar hijo de puta. Fue el polvo más largo de la civilización occidental. Años garchando se pasaron. Y después salieron a comer a una pizzería. 

viernes, 5 de julio de 2013

Dale, por favor, le dije mordiéndole la uña del índice, si total ser policía es vestirse de policía, juguemos, le dije mirándolo al cuello, a que vos sos policía y venís a rescatarme del sapo, como en el cuento de Laiseca. Me disfrazo de gorda pedorra y hago un escándalo en el edificio, grito, les pongo a los viejitos las tetas en la cara, llamo mucho mucho la atención, si total ser gorda es vestirse de gorda. Cuando las mujeres estén a punto de tirarme por el balcón llegás, de azul y con gorrita, me esposás y me fajás, para que los viejitos tengan con qué soñar esa noche. Y lo miré fijo mirándole fijo el ojo derecho, que es el más calentón. Dijo sí justo en el momento en que empezó a salirnos todo mal.
Al otro día, para mi sorpresa, la joda se convirtió en realidad. Al despertarme a la mañana estaba convertida en una gorda pedorra. Primero me asusté, pero cuando con mis manos de ballena comilona empecé a sacudirme las tetazas decidí amar este cuerpo nuevo. En el sapo no pensaba hasta que a través de la ventana vi parte de su ojo inmenso. Quise picarlo con la escoba de paja y me habló:
- Putona.
Dijo. Le metí una teta en el ojo y el ojo se movió como el agua de un lago en el que cae una piedra. Su pupila se dilataba, posible señal de una pajita rápida, así que me asomé a ver. Vi esa pijaza afiladísima, llena de venas siniestras por las que circulaban su amor y su violencia, que cuando se mezclan se convierten en sangre. ¿Cómo vas a hacer para entrar, sapito mío? Putona. Y por la ventana entró su pie de pato, y después entró su pierna de grillo, y su cintura de pato, y su pecho peludo, y su cara de viejo forro. Tenía que encorvarse a pesar de que mis techos son altos. Putona. Qué sensación de irrealidad. Empecé a sacudir la panza haciendo la danza de los rollos. El empezó a meter mano. La pijaza, que nacía a la altura de mi nuca, pasaba del violeta al negro. Siempre doy lo que me piden, incluso a los que no saben qué me están pidiendo. Me empapé de la cabeza a los pies, y me abracé a esa poronga con brazos y piernas, y agarrada con todo el cuerpo seguí haciendo la danza de los rollos. La cabeza rosa parecía querer regurgitar, pero para que todavía no termine le clavé en su agujero mi estatuita de Buda, haciendo de tapón, dejando el semen adentro. De los ojos del sapo caía agua salada que usé de lubricante. Siendo tan gorda pensé que me pueden cojer por el ombligo. Pero con la del sapo no hay manera: nunca una pija me transmitió tanto dolor y tanta felicidad. Empezó, lentamente, a abrirse mi conchaza. Parecía el apocalipsis. Truenos, maremotos, nubes negras y rayos llevando la estaca de mi clítoris del sur al norte. Putona. El sapo abrió su boca y pegó sus labios faciales a los míos vaginales. Como la boca del sapo mide entre dos metros y medio y tres, calculo que con orgullo puedo decir que mi concha, bien dilatada, hace honores a la fisonomía de este titán de los monstruos. Sentía entrarme la lengua, especie de intestino helado que se enrollaba adentro mío buscando economizar espacio y asentándose en cuello hombros y tetas. Después, el resto del sapo también fue entrando. La cabezota, el larguísimo cuello, los brazos, el tronco, lo demás. Lo sentía jugar con mi hígado, enrollarse en mi corazón, cabalgar mis vísceras, y me sentía cambiar el alma, sentía mi espíritu y el del sapo bailar una conga a la altura de mi garganta, sentía mi parte metafísica amar como solamente puede amar un sapo. Me miré en el espejo. Ya no era más esa gorda: era la flaca de antes, pero con ojos verdes, verde sapo. Me miré más de una hora primero con miedo de enloquecer pero al rato entendiendo que esa sensación no es la locura, sino la libertad, una forma de libertad nueva para mí. Quedé desafinada. 
Al rato llegó el otro boludo vestido de policía y supe que será mi obligación no contarle a nadie del sapo, llevarme el secreto a la tumba. El boludo vestido de policía se indignó porque yo ya no tenía ganas de hacer todo el teatro que habíamos planificado, y ni siquiera de cojer. Perdoname, le dije. Por favor perdoname, por favor andate de mi casa, y estiré la lengua cazando una mosca.