lunes, 5 de julio de 2010

Para llegar tuve que andar en un barco vacío durante muchas horas, más de 500, y era tan difícil, me mantuve tan ocupado, el suelo se movía tanto, que en un momento miré para arriba y me di cuenta de que hacía rato que las nubes estaban quietas y marrones, los pájaros quietos, y arriba también había unas hormigas quietas. Yo ya sabía que esas cosas pasan pero creía que iba a tener que vivir más tiempo, ser más tirano y más épico, vivir más años de los que tenía, por lo menos 500, ser más viejo y más egoísta, esas cosas que siempre me decían las mujeres. Yo había sido tierno por obligación, entonces me contradecía todo el tiempo, igual que pasa con los grupos de muchas personas que con el paso del tiempo van dándose forma mutuamente a sus gestos por conveniencia. Yo era uno de esos grupos de personas, con todos los correspondientes lugares comunes que sostienen y hacen posible una supervivencia de este tipo y con todas las sensaciones honestas reprimidas que pierden la timidez solamente en los momentos de crisis, un ridículo. Cuando llegué a la orilla lo primero que hice fue ir al bar, hacía 500 horas que no hablaba con nadie y necesitaba un poco de discusión. En seguida todos se dan cuenta de que no soy un chino cualquiera, primero por mi acento y después por cosas que me gusta decir. Comí un plato de fideos sin salsa y tomé unas cervezas horribles, sin gusto.
A los 27 años entendió que es de imbécil el intento de grabar con alguna dosis de esperanza moldes, modelos fijos, hacer a los tics de la carne de sus gestos sumisos a algún patrón estable. Porque, contrario a lo que le había gustado pensar siempre, el tiempo, que tiene cuerpo y es igual a ella, no está construído por una sucesión de imbéciles que se turnan para entrar y salir de su casa o de sus bares favoritos acorde a la época. El tiempo, su vida, su cuerpo, creyó, cosas tan impredecibles como el movimiento de una pupila, quiero decir, puro presente. Todos los modelos fijos tienen una tendencia al fracaso o a la superficialidad, que vienen a ser lo mismo. Las cosas importantes, las cosas lindas, son pura mutación, son antes mutación que existencia. Las primeras semanas de esta segunda mitad de su vida fueron angustiantes, pero con el tiempo empezó a tener la espalda cada vez más derecha y menos dolorida.
Una vez soñó que viajaba de noche en un tren raro. Viejo, marrón, con asientos de cuero y los vidrios de la ventana espejados. Durante el sueño tenía los párpados apretados, hasta que conseguía abrirlos y mirarse en la ventana, notando que no era ella sino un escritor sin manos. Se olvidó de ese sueño mientras tomaba un té de manzanilla.
Lo más anecdótico del escritor que me interesa es su ausencia de manos. A los seis años tuvo un accidente. Como a esa edad ya escribía algunos relatos cortos, el escritor conoce perfectamente el proceso de escritura en papel, e incluso alguna vez tuvo oportunidad de utilizar una máquina. Ahora redacta sus novelas y sus pocos poemas que permanecerán inéditos gracias a un software capaz de reconocer la voz de su dueño. Sin embargo, el escritor que me interesa (a partir de ahora lo voy a llamar por su nombre) no pierde la conciencia, a veces verdaderamente dolorosa, de que sus textos serían otros si tuviera la posibilidad de escribir, como él quisiera, en varios cuadernos que fue comprando durante toda su vida y almacenando en distintos lugares. Toda su obra guarda un reverso casi conocido pero incapaz de evidenciarse por no encontrar (buscar sí, constantemente, pero no encontrar) la manera de salir de uno de los pliegues, de una de las contradicciones, que inevitablemente van generando las circunstancias.
El escritor llegó unos minutos tarde al dojo y no se animó a tocar el timbre.
La pareja discute en ambientes distintos del departamento, sin verse. La chica dice: esto no se puede discutir ahora, hay que hablarlo con más tiempo.
Pero nunca más hablan.
"Como soy yo el que escribe los voy a hacer pelota a todos. El que manda, crea."
"Un tirón, un golpe, un desgarro del tamaño de un huevo de gallina ubicado unos centímetros más abajo y más atrás del ombligo, que con los minutos llegó a mi espalda y de ahí a mi nuca. Me senté y me quedé quieto. Transpiraba: de pronto -no hay manera de ser claro- sentí que yo no era otra cosa que la base de mi cabeza, y me desmayé."
"Miré la letra de mi papá cuando él tenía mi edad.
- Describir las escaleras, el abogado.
- Derrotado, va a un bar. Se obsesiona con una chica y la persigue.
- Cuando llega a su casa, varias veces suena el teléfono y cortan. Rompen de un ladrillazo la ventana. En vez de asustarse, toma tres alplax y se duerme. La mañana siguiente el vidrio está sano. Los huevos le crecen. Llama a su mujer, va y comen pizza fría.
"Me sentí un revolucionario.

Hace casi nueve años que vivo con mi novia. A veces estamos acostados en la cama con nuestros cuatro ojos cerrados y ella dice algo a lo que respondo con una frase ingeniosa con el automatismo que solamente puede tenerse frente a una persona cuyo humor uno estuvo estudiando cientos de horas semanales durante una década. Y durante esa manifestación de las grietas en las que reside parte del cariño que le tengo pienso en que todavía estoy actuando, durante todo el día, en reacción a todo lo que sufrí cuando estaba solo, antes de conocerla. Quiero convencerme de que actúo en reacción al amor que di y que recibí durante mi vida. Pero la verdad es que vivo condicionado por mis peores épocas.
Quiero hacer un relato anónimo así que no voy a decir mi nombre ni mi edad, ni el de ninguna otra persona.
Por cuestiones laborales más de una vez por semana me toca viajar distancias entre medias y largas, muchas veces en tren. Me gusta mirar a las personas.
Mientras hacía el esfuerzo de reconstruir lo que pasó durante el último mes empecé a juguetear con la idea de que todo esto fue la fantasía maricona de un grupo de seis personas, una especie de juego de guerra o de estrategia en el que cada uno manejaba determinados aspectos de mi vida, representados por fichas blancas, negras y azules. De golpe le toca tirar los dados y según una serie de reglas que por su propia naturaleza van a ser invisibles o incoherentes para mí, cada uno defendía, atacaba o negociaba con los demás. Así, desde hace dos meses, o un mes, depende, ocasionalmente me quedaba sin trabajo y en el instante conocía a una mujer hermosa. La mujer hermosa desaparecía de mi vida (el celular que me dio deja de funcionar, me borra del MSN, no encuentro su nombre en google ni en la guía de teléfonos por lo que lo presumo falso) mientras heredaba una casa enorme en Salta por la muerte de un familiar lejano. Conseguía un buen trabajo que me consumía todas las horas de mi día al mismo tiempo que a mi novia le volvían las ganas de cojer. Y todo desapareció cuando gané un viaje a Guatemala en un concurso del que no me acordaba. Pasé cinco días allá y cuando volví no me reconoció mi mujer, ni me reconocieron en el trabajo (mi puesto estaba ocupado) ni me escuchó mi abogado, que, dicho sea de paso, es mi primo. Voy a relatar rápido este "no reconocimiento" que a la distancia y conociendo la manera en que concluyó todo me parece casi divertido.
Entré, con miedo de influir sobre el silencio del lugar.

(...)

De algún modo percibí que en esas palabras había algo que debería estar perturbándome.

(...)

Voy a meter este diario, los demás y mis revistas en la misma caja y esconderlos abajo de las tablas del suelo. Seguramente un soldado de bajo rango va a encontrar y quemarlo todo sin ni siquiera consultarlo con un superior. O: alguien lo encuentra todo y lo salva. Tengo la sospecha de que, con la perspectiva del tiempo, estas dos posibilidades van a compartir más de dos o tres rasgos.

(...)

Decidí que al irme de esta casa voy a dejar mis diarios y cuadernos arriba de la mesa. No ocultar nada. Además, sería inútil. M. dice que los psicólogos del ejército podrían valerse de mis diarios para seguirme el rastro. Si no son mis diarios va a ser otra cosa, le respondí. Si quieren atraparme tarde o temprano van a atraparme, y en ese momento decir tarde o decir temprano va a ser lo mismo.

(...)

Hoy estuve pensando en que posiblemente a F. la haya querido de verdad. Debería haberme dado cuenta. Hace dos días que solamente como queso con aceitunas. Corto las aceitunas en pedazos medianos y enrollo el queso alrededor.

Saliendo de una entrevista de trabajo, un trabajo horrible y desesperado que decidiría tomar recién dos semanas más adelante, Teresa se desabrochó un botón de la camisa, sonriendo, suspirando, saludando al portero del edificio. Entró en un mercado y merodeó, con ojos en la nuca, haciendo gestos que le permitieron testear la atención de los encargados de seguridad, el interés de las cajeras, la importancia que el repositor, morocho y con menos de 55 kilos, pudiera poner a la ausencia de cualquier, arbitrario, artículo comestible. ¿Ese bostezo del empleado de camisa blanca y walkie-talkie es máscara de una labor atenta? Teresa era conciente de que su sonrisa adorable y pícara y su silueta la ayudarían a salir indemne en caso de ser reprendida. Nunca poseyó un instinto escénico tan brutal: los paquetes de galletitas saladas se mezclaban con su campera fundiéndose y alguien lo notó, pero la parsimonia con que cargaba en su cintura la perplejidad ajena le permitió, recién en la esquina, saber qué desayunaría los cuatro días siguientes.

Susana caminó sola y casi sin pensar en nada importante durante más de dos horas atravesando una ciudad que no conocía. Su temperamento práctico la protegía de entristecerse al mirar y oler los naranjos decorando veredas amarillas, dándoles un, digámosle, tono, de cierto parecido con la vereda amarilla de la casa en la que vivió su madre, en su pueblo natal. Su talento era, creo, una forma de, casi improvisando, elegir la palabra justa, la simpatía o la parquedad, un dominio casi teatral que, en distintos contextos, ciudades, situaciones jerárquicas y oficios disímiles había dado resultado de la misma manera. Se cansó de caminar y buscó un bar tranquilo para leer. Espió desde la ventana más de diez y eligió uno, vacío a esa hora de la mañana, con mesas de madera, una mesera simpática y educada que aprovechando la falta de trabajo ocupaba su tiempo fumando un cigarrillo y mirando el cielo o las copas de los árboles, depende. Al entrar, Susana odió una pantalla gigante con el volumen alto, y un noticiero.

La vida de Alfredo, en cambio, estaba instituida por unos pocos elementos con los que había decidido quedarse en determinada circunstancia. Educado por Dora y por Camila, dos amantes de su adolescencia más de diez años mayores que le habían dicho el día en que lo conocieron, respectivamente, que parece un inglesito reventado y que es el identikit favorito de todas, desde los catorce años había tenido que aprender, casi solo, a trabajar, a disimular su pobreza, a leer y escuchar música para poder salir con mujeres más lindas, más tristes, interesantes. Creía que la mejor forma de robar es comprar algo y disimular otros productos en los bolsillos como si fueran propios. En 1998 conoció a Florencia. Hoy vive con Romina, es flaca y alegre, pero le cuesta conciliar los intereses prácticos y el placer, teniendo que, normalmente, resignar uno eligiendo el otro.

Moira entendió, en el 2004, que por tener una personalidad dispersa e intereses ajenos a los de su familia iba a tener que estar sola. Entonces empezó a tomar alcohol. Para seducir cuando viajaba aprendió un convincente simulacro rumano, logrado por contaminación de su español nativo con retazos de latín conservado de un breve paso por la Facultad de Filosofía y Letras en su adolescencia, que la acompañaba en puertas, ascensores, salidas. A lo largo de los años aprendió a ganar menos dinero, más tiempo libre y mantenerse sana. Todos los viernes camina desde su casa hasta un bar en el que tocan bandas que nunca le gustan. Cuando supo que Mario estaba a punto de irse en un viaje iniciático por Sudamérica ella lo dejó a él antes de ser dejada, para no complicarlo ni hacerlo sufrir, y unos meses después tuvo una sensación gris al darse cuenta de que eso es lo que hizo siempre, con todas las cosas y con todas las personas.