I
Apenas
entró al cuarto pensó (es natural) que la habitación del hotel Asta estaba
vacía y limpia, pero abrió el ropero y vio vestidos. Se vio como desde afuera
(la ventana era enorme pero séptimo piso) de frente a un conjunto de vestidos
de otra. Los olió: podía ser su olor para alguien que no la conociera. Se
reconoció (era), se conoció oliendo esa ropa, hasta los gestos que los demás le
conocen y ella no pudo como tocar oliendo eso. Soltó el bolso de mano (al pie
de la cama) y caminó el resto del cuarto, el baño: todo limpio, desinfectado
hasta. Cerraba: una muqui pajera limpió así nomás y no miró el ropero que
turbiamente quedó lleno. Ahora esto es mío.
Se
me ocurre escribir una cosa policial, a la dueña de los vestidos la asesinaron
o algo, pero mejor drama de “una mujer sola en un cuarto de hotel” como escrito
apurado al tuntún del significante.
Agarró
primero más vale que el vestido rojo y lo olió sólo. Como en espejo, pestañó.
Caminó con el vestido apretado entre las manos hasta la ventana (invierno, el
río, noche normal) y lo soltó. Cayó, rojo. Se puso contenta. Los tiró todos y
prendió la tele. Después lloró. Después hizo unos llamados por teléfono, miró
más tele y se durmió.
II
Había manejado 14 horas sin
descansar, cuando entraba al hotel se movía con la seguridad de una imbécil, y
mientras se hundía en la cama repetía la misma musiquita que no se pudo sacar
de la cabeza durante todo el viaje. Despertó a las cinco, la cabeza se le
agrandaba y volvía a achicar. La ventana del cuarto estaba entreabierta:
circulaba una línea de aire, algo frío. Jazmín se asomó: todo le interesaba,
las luces de los autos, esporádicas, el remoto amanecer naranja, la posibilidad
de ver minúsculo y silencioso algún animal cruzando esa ruta flaca y fea y devorada
por pastizales. Quiso hacer un llamado y revolvió en la oscuridad su cartera
hasta dar con el teléfono. Volvió a acostarse en la cama y a cerrar los ojos
mientras esperaba que atiendan.
- Dijiste que ibas a dormir siempre
en el auto. Cómo que no sabés cuánto hace que estás ahí.
- No me acuerdo, no me acuerdo
nada. Ni si era de día o de noche cuando llegué.
- Tenés que seguir viajando ya.
- No jodas. Acá está todo bien.
¿Cómo está Jaz?
- Le dije que vas a volver pronto.
- ¿Porqué hiciste eso?
A veces cerraba los ojos para
hablar y a veces los abría bien grandes, con fuerza. A veces cerraba los ojos
para escuchar, a veces los abría. Era lo mismo, porque estaba en un cuarto
oscuro.
- ¿Cómo está Jaz?
Estiró las piernas.
- ¿Duerme?
- Sí, duerme. Anoche volvió a
dormir. En una hora tengo que despertarla. No la está pasando bien. Todavía nos
equivocamos y le decimos Mili a veces. Es una locura y una estupidez cambiarle
el nombre. No podés cambiarle el nombre a algo que amás.
Las dos mujeres quedaron en silencio.
Las dos en construcciones antiguas, de techos altos, oscuras, con el sol del
otoño tardío empezando a alumbrar. Las dos calladas sostenían teléfonos enormes
y negros pegados a la oreja derecha, las dos pensaban sin parar y no abrían la
boca, las dos mujeres quedaron mudas mirando la ventana, el drama de la luz, un
pájaro grandote y torpe sacudiendo el cuello y las alas y cortando la ventana
en dos.
- Prometeme que vas a seguir
viajando.
- Tengo que dormir un poco más.
Perdoname. No te quiero mentir.
- Está bien. Cuidate. Te quiero
mucho. Todas te queremos mucho.
- Yo también las quiero.
Empezó a recorrer el cuarto: abrir
cajones. En un ropero encontró un vestido colorado. Enorme, el vestido de una
gorda. Lo agarró con las dos manos de dedos flacos y duros, lo retorció, lo
olió: nada especial. En la calma tierna de ponerse a recordar otra vez se le
pegaba esa musiquita. Llevó el vestido a la ventana y lo soltó: cayó, rojo.
Pasaba un grupo de pájaros grandotes y torpes, parecía que les costaba volar.
Se ató el bolso y la cartera y
bajó.
- Me voy, te dejo libre la doce.
¿Cuánto es?
- A ver.
Era un hotel, casi una casa, todo
de madera vieja. La empleada buscaba en un cuaderno de hojas cuadriculadas y
entraba el ruido de los pájaros, el ruido de los bichos, el ruido de unos
árboles, que eran álamos.
- Acá dice que ya pagó el miércoles
y que le queda una noche más.
- Tenés razón. Igual me voy. Te
dejo esa noche de propina.
- Gracias... muchas gracias...
perdone.
- ¿Qué?
- Usted es Jazmín Baggio, la bailarina,
¿no?
- Sí.
- Vi unos videos suyos bailando.
- Qué raro.
- Sí. Yo no entiendo nada pero me re
gustaron.
La mujer se emocionó, caminó hasta
el auto y arrancó de nuevo.
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