miércoles, 26 de junio de 2013

I

La verdad: todos juntos parados en la orilla, mirándola. Ahora lo niego porque se re va a agrandar, pero nos baboseábamos mal mirándole el culo y las gambas. Ahora le digo algo como que se nos había ido la pelota al mar. Pero nos juntábamos en patota a mirarle el culo a Gabriela y ahora vivo con ella.
16 años de un amor de víctima y victimario. Estábamos locos cuando me vio con un pantalón corto de jean y una camisita de tela finísima y azul, un poco rota, como es natural en el género de las camisas de nene lleno de tierra. Tierra: abajo de los ojos, en la nuca y mucha en los muñones: rodillas, talones y muñecas. Pero blancas como un hueso las nalgas, el pubis y las caderas. Gabriela era la primera o una de las primeras con buenas tetas en todo el pueblo. Cualquier adulto se hubiera dado cuenta de que a los 20 ya sería una gordita, para nosotros su cara y su manera de despreciarnos eran las de un minón eterno. Pero la eternidad, como se aprende en la calle, no existió.
No criamos chicos para poder seguir fajándonos. Voy a esquivar la autobiografía. Gab, a los 25, al cumplir, empezó a escaparse de casa. Salía como si nada y supongo que sin planearlo no volvía esa noche. Me fue criando, al principio se borraba una noche sola y cuando me acostumbré más. Y yo me hacía el que no, pero estar solo en nuestro departamento me fue haciendo triste.

- ¿Gaby?

o

- ¿Gab?

o

- ¿Churrasquita?

o

- ¿Gabriela?

Decía cada vez que escuchaba un ruido en ese departamento muerto. A veces era ella, porque casi siempre volvía. Pero progresivamente fue dejando de volver. Y yo gritaba su nombre como un ridículo.
Me gusta pensar en la piba a la que le mirábamos el orto en la playa del pueblo. Teníamos casi la misma edad pero ella era más mujer, y así nos fue. A veces me perdía (flaquito y grosero) en su día. Los dos creíamos ser más inteligentes que el otro. Nos mudamos juntos a Buenos Aires. A veces me siento a cocer y ella no tolera que piense en otra cosa. Camina todo el departamento esperando que la mire y yo prefiero jugar a no mirarla. Me apoya la cabeza en el hombro o en los muslos y me pregunta si todavía la quiero. Y a mí me quema la aguja pero me la banco y le respondo la verdad. Y ella sigue caminando de norte a sur, de sur a norte, en este departamentito que a la noche parece una carnicería. A veces, para concentrarme en la tela y buscar un ritmo a las puntadas, cuento sus pasos. Después me dice

- Odio que no me des pelota.

- Diste 628 pasos. Y los dos suspiramos. En la mesa ratona hay tres platos sucios, dos vasos, una taza, un libro, un repasador, dos ovillos de lana blanca, dos ovillos de hilo blanco, un dibujo de un cangrejo, su diario íntimo abierto, su cartuchera, una botella vacía, un salero, sal volcada. En el piso hay ropa y papeles escritos. En un rincón la licuadora.


II

La primera vez que vi una cabeza en el freezer Gaby me convenció de que era una cabeza de chancho. Parece de persona, dije. Gaby se sacó y pegó un grito: ¡PERO ES DE CHANCHO! Dijo y salió dando un portazo. No es que yo no diferencia un chancho de una persona. Es que, realmente, ese señor debe haber sido realmente feo, y yo a Gaby la quiero mucho, le creería cualquier cosa. A los pocos días me dieron ganas de comer una mandarina. Abrí la puerta, me agaché al cajón de las verduras y mi sorpresa fue grande cuando vi que albergaba trece manos izquierdas. Imposté voz de enojo y llamé a mi chiquita. ¿Qué es esto, Gaby? Le pregunté. Alitas de pollo, respondió, poniéndose un guante, saliendo de nuevo a la calle. En casa nos gusta mantener sana la convivencia, respetar los espacios del otro. Así que dije: me compro una heladera para mí, tenemos una heladera cada uno, a la tuya ponele un candado para evitar confusiones y chau problema, si te he visto no me acuerdo.


III

Durante una de las desapariciones largas de Gabriela vino a casa un hombrecito. Yo estaba en el baño lavando con jabón blanco y un cepillo una mancha que le había salido al colchón. Frotaba y frotaba, pero la mancha seguía exactamente igual. En eso escuché dos golpes suaves en la puerta, que por su cadencia evidenciaban el llamado de un visitante, aunque por su volumen más traían a la mente la idea de un ratoncito. Me sequé las manos y los brazos y miré por la mirilla. No había nadie. Entorné la puerta y me asomé: un viejo enano y flaco, la terraza de su cabeza apenas llegaba al picaporte. Por la puerta entreabierta se escabulló dentro de la casa y con atropellada velocidad ocupó el sillón de Gaby. Lo hizo de un salto y mirándome empezó a sacudir sus zapatitos amarillos, que no llegaban al suelo.
-
            -      ¡INSPECTOR DE HELADERAS! - Gritó sacándose un guante.

Después guardó silencio y nos miramos durante diez segundos que me parecieron un siglo de los largos. Yo debo haber palidecido. El temido día había llegado. El hombrecito sacó de su cabeza su sombrero y lo apoyó en su falda. Volvió a gritar.

-   -    ¿¡CUANTAS HELADERAS TIENE!?

Y no me dio tiempo a responder, que con otro grito preguntó.

-        -  ¿¡PORQUÉ TENÉS DOS HELADERAS!?

Otra vez no esperó mi respuesta, aunque sí respondió a mi pensamiento, quizás por alguna extraña facultad parapsicológica, quizás por un afiladísimo don de interpretación de la gestualidad ajena. Volvió a hablar, aunque ahora hablando muy bajito:

-         - Ya sé, ya sé. No me lo diga. Una heladera es suya y la otra de su mujer. La suya está siempre abierta y la de su mujer cerrada con candado. ¿Cómo se permitió, mi buen amigo, llegar a este punto, a esta carencia de amor propio?

Yo transpiraba, temblaba. Estaba dispuesto a hacerlo todo para defender la heladera de mi amorcito. El corazón me mareó, los sentidos se me desbalancearon. Metí la mano en mi piloto y empuñé la picana que siempre llevo entre mi ropa. El hombrecito se rió por la nariz.

-         -  ¡OLOR A CARNE PODRIDA! Gritó

Apreté la picana y abrí la oreja, porque siguió hablando.

-         - Paso a describirle el procedimiento. La heladera de su mujer va a ser abierta. De comprobarse, como sospecho, que su interior guarde evidencias de uno o varios crímenes, la heladera será clausurada con el fin ulterior de evitar próximos asesinatos. Yo sé que ustedes guardan la llave del candado en una cajita que está arriba de la azucarera, dentro de la alacena. Pero necesito, por una cuestión formal, protocolar, de papeleo, de planillas, que usted, voluntariamente, coloque la llave dentro de mi mano. Así que, ¿me da la llave?
-         - No.

Le dije, y me abalancé intentando electrocutarlo. Pero la picana estaba desenchufada, y él volvió a reírse. Sacó de su pantalón una pinza enorme, del tamaño de su cuerpo entero, que bien podría haberle servido para romper el candado. Pero la usó para arrancarme las uñas.

-         - ¿Me da la llave?
-          -No.

Y agarró con la pinza mi ojo izquierdo y lo giró, dejando su parte inferior arriba y viceversa.

-         - ¿Me da la llave?
-          -No.

Y cortó mis dedos, uno a uno, y cortó mi nariz.

-         - ¿Me da la llave?
-         -  No.

Y cortó todas las partes de mi cuerpo que pueden ser utilizadas para el sexo.

-         - ¿Me da la llave?
-         -  No.

Y sacó de mi panza mis intestinos, que se me revelaron como una lechuga agusanada, y los dejó entre los platos sucios.

-         - ¿Me da la llave?
-         - No.

Y empezó a darme trompadas en la piel de la cara, y a cada puño suyo yo me sentía más de plastilina, porque mi cara maleablemente daba lugar llenándose de agujeros con forma de puño de enano.

-         - ¿Me da la llave?
-         - No.


Y mi cara se abrió dejando entrar la luz, y yo ya parecía un pochoclo, y mi cuello se quebró, y mi corazón estrujado se portaba como el pájaro más tonto de todos, como una paloma que pudiendo volar elige caminar. Y con lo que me quedaba de un ojo al mismo tiempo que daba mi última exhalación y decidía morir, veía al enano sacudirse el polvo de su saco, ponerse prolijamente el sombrero e irse caminando, perdiéndose en un horizonte de ningún lado. 

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