I
La verdad: todos juntos parados en la orilla, mirándola.
Ahora lo niego porque se re va a agrandar, pero nos baboseábamos mal mirándole
el culo y las gambas. Ahora le digo algo como que se nos había ido la pelota al
mar. Pero nos juntábamos en patota a mirarle el culo a Gabriela y ahora vivo
con ella.
16 años de un amor de víctima y victimario. Estábamos locos
cuando me vio con un pantalón corto de jean y una camisita de tela finísima y
azul, un poco rota, como es natural en el género de las camisas de nene lleno
de tierra. Tierra: abajo de los ojos, en la nuca y mucha en los muñones:
rodillas, talones y muñecas. Pero blancas como un hueso las nalgas, el pubis y
las caderas. Gabriela era la primera o una de las primeras con buenas tetas en
todo el pueblo. Cualquier adulto se hubiera dado cuenta de que a los 20 ya
sería una gordita, para nosotros su cara y su manera de despreciarnos eran las
de un minón eterno. Pero la eternidad, como se aprende en la calle, no existió.
No criamos chicos para poder seguir fajándonos. Voy a
esquivar la autobiografía. Gab, a los 25, al cumplir, empezó a escaparse de
casa. Salía como si nada y supongo que sin planearlo no volvía esa noche. Me
fue criando, al principio se borraba una noche sola y cuando me acostumbré más.
Y yo me hacía el que no, pero estar solo en nuestro departamento me fue
haciendo triste.
- ¿Gaby?
o
- ¿Gab?
o
- ¿Churrasquita?
o
- ¿Gabriela?
Decía cada vez que escuchaba un ruido en ese departamento
muerto. A veces era ella, porque casi siempre volvía. Pero progresivamente fue
dejando de volver. Y yo gritaba su nombre como un ridículo.
Me gusta pensar en la piba a la que le mirábamos el orto en
la playa del pueblo. Teníamos casi la misma edad pero ella era más mujer, y así
nos fue. A veces me perdía (flaquito y grosero) en su día. Los dos creíamos ser
más inteligentes que el otro. Nos mudamos juntos a Buenos Aires. A veces me
siento a cocer y ella no tolera que piense en otra cosa. Camina todo el
departamento esperando que la mire y yo prefiero jugar a no mirarla. Me apoya
la cabeza en el hombro o en los muslos y me pregunta si todavía la quiero. Y a
mí me quema la aguja pero me la banco y le respondo la verdad. Y ella sigue
caminando de norte a sur, de sur a norte, en este departamentito que a la noche
parece una carnicería. A veces, para concentrarme en la tela y buscar un ritmo
a las puntadas, cuento sus pasos. Después me dice
- Odio que no me des pelota.
- Diste 628 pasos. Y los dos suspiramos. En la mesa ratona
hay tres platos sucios, dos vasos, una taza, un libro, un repasador, dos
ovillos de lana blanca, dos ovillos de hilo blanco, un dibujo de un cangrejo,
su diario íntimo abierto, su cartuchera, una botella vacía, un salero, sal
volcada. En el piso hay ropa y papeles escritos. En un rincón la licuadora.
II
La primera vez que vi una cabeza en el freezer Gaby me
convenció de que era una cabeza de chancho. Parece de persona, dije. Gaby se
sacó y pegó un grito: ¡PERO ES DE CHANCHO! Dijo y salió dando un portazo. No es
que yo no diferencia un chancho de una persona. Es que, realmente, ese señor
debe haber sido realmente feo, y yo a Gaby la quiero mucho, le creería
cualquier cosa. A los pocos días me dieron ganas de comer una mandarina. Abrí
la puerta, me agaché al cajón de las verduras y mi sorpresa fue grande cuando
vi que albergaba trece manos izquierdas. Imposté voz de enojo y llamé a mi
chiquita. ¿Qué es esto, Gaby? Le pregunté. Alitas de pollo, respondió,
poniéndose un guante, saliendo de nuevo a la calle. En casa nos gusta mantener
sana la convivencia, respetar los espacios del otro. Así que dije: me compro
una heladera para mí, tenemos una heladera cada uno, a la tuya ponele un
candado para evitar confusiones y chau problema, si te he visto no me acuerdo.
III
Durante una de las desapariciones largas de Gabriela vino a
casa un hombrecito. Yo estaba en el baño lavando con jabón blanco y un cepillo
una mancha que le había salido al colchón. Frotaba y frotaba, pero la mancha
seguía exactamente igual. En eso escuché dos golpes suaves en la puerta, que
por su cadencia evidenciaban el llamado de un visitante, aunque por su volumen
más traían a la mente la idea de un ratoncito. Me sequé las manos y los brazos
y miré por la mirilla. No había nadie. Entorné la puerta y me asomé: un viejo
enano y flaco, la terraza de su cabeza apenas llegaba al picaporte. Por la
puerta entreabierta se escabulló dentro de la casa y con atropellada velocidad
ocupó el sillón de Gaby. Lo hizo de un salto y mirándome empezó a sacudir sus
zapatitos amarillos, que no llegaban al suelo.
-
- ¡INSPECTOR DE HELADERAS! - Gritó sacándose un
guante.
Después guardó silencio y nos miramos durante diez segundos
que me parecieron un siglo de los largos. Yo debo haber palidecido. El temido
día había llegado. El hombrecito sacó de su cabeza su sombrero y lo apoyó en su
falda. Volvió a gritar.
- - ¿¡CUANTAS HELADERAS TIENE!?
Y no me dio tiempo a responder, que con otro grito preguntó.
- - ¿¡PORQUÉ TENÉS DOS HELADERAS!?
Otra vez no esperó mi respuesta, aunque sí respondió a mi
pensamiento, quizás por alguna extraña facultad parapsicológica, quizás por un
afiladísimo don de interpretación de la gestualidad ajena. Volvió a hablar,
aunque ahora hablando muy bajito:
- - Ya sé, ya sé. No me lo diga. Una heladera es
suya y la otra de su mujer. La suya está siempre abierta y la de su mujer
cerrada con candado. ¿Cómo se permitió, mi buen amigo, llegar a este punto, a
esta carencia de amor propio?
Yo transpiraba, temblaba. Estaba dispuesto a hacerlo todo
para defender la heladera de mi amorcito. El corazón me mareó, los sentidos se
me desbalancearon. Metí la mano en mi piloto y empuñé la picana que siempre
llevo entre mi ropa. El hombrecito se rió por la nariz.
- - ¡OLOR A CARNE PODRIDA! Gritó
Apreté la picana y abrí la oreja, porque siguió hablando.
- - Paso a describirle el procedimiento. La heladera
de su mujer va a ser abierta. De comprobarse, como sospecho, que su interior
guarde evidencias de uno o varios crímenes, la heladera será clausurada con el
fin ulterior de evitar próximos asesinatos. Yo sé que ustedes guardan la llave
del candado en una cajita que está arriba de la azucarera, dentro de la
alacena. Pero necesito, por una cuestión formal, protocolar, de papeleo, de
planillas, que usted, voluntariamente, coloque la llave dentro de mi mano. Así
que, ¿me da la llave?
- - No.
Le dije, y me abalancé intentando electrocutarlo. Pero la
picana estaba desenchufada, y él volvió a reírse. Sacó de su pantalón una pinza
enorme, del tamaño de su cuerpo entero, que bien podría haberle servido para
romper el candado. Pero la usó para arrancarme las uñas.
- - ¿Me da la llave?
- -No.
Y agarró con la pinza mi ojo izquierdo y lo giró, dejando su
parte inferior arriba y viceversa.
- - ¿Me da la llave?
- -No.
Y cortó mis dedos, uno a uno, y cortó mi nariz.
- - ¿Me da la llave?
- - No.
Y cortó todas las partes de mi cuerpo que pueden ser
utilizadas para el sexo.
- - ¿Me da la llave?
- - No.
Y sacó de mi panza mis intestinos, que se me revelaron como una
lechuga agusanada, y los dejó entre los platos sucios.
- - ¿Me da la llave?
- - No.
Y empezó a darme trompadas en la piel de la cara, y a cada
puño suyo yo me sentía más de plastilina, porque mi cara maleablemente daba
lugar llenándose de agujeros con forma de puño de enano.
- - ¿Me da la llave?
- - No.
Y mi cara se abrió dejando entrar la luz, y yo ya parecía un
pochoclo, y mi cuello se quebró, y mi corazón estrujado se portaba como el
pájaro más tonto de todos, como una paloma que pudiendo volar elige caminar. Y
con lo que me quedaba de un ojo al mismo tiempo que daba mi última exhalación y
decidía morir, veía al enano sacudirse el polvo de su saco, ponerse
prolijamente el sombrero e irse caminando, perdiéndose en un horizonte de
ningún lado.