lunes, 19 de agosto de 2013

Pareciera que tarde o temprano va a llover. De una orilla a otra de la mesa un hombre intenta explicarle a su mujer algo inexplicable. Una orilla es buena, la otra es la orilla mala. Ella tiene los ojos mojados, es una cosa que rompe el corazón, pero cada tanto se ríe, porque él todavía es capaz de hacerla reír. El quiere abandonar la búsqueda de la felicidad. Ya no intentarlo. Se dio cuenta, le dice, de que ese laberinto, como todos los laberintos, es inútil. No es otra mujer, por favor, interpretarlo de esa manera sería apurado, tonto. Es una sensación que a la palabra que más se parece es a la palabra libertad. Tampoco tiene que ver con cosas como aburrimiento o cansancio. Mientras construye el tejido de su defensa sabe, como saben los escritores, que tiene que cuidarse de volverse ingenioso cuando no tiene nada que decir. Pero sin embargo sale de su boca decirle nadie sabe quién soy y voy a hacerte una promesa que va a ser como el fuego del sol: cuando haya conseguido un buen trabajo voy a volver a buscarte y te voy a llevar conmigo a Brasil. El rostro de la mujer, el rostro de la mujer, el rostro de la mujer le da un abrazo, construyendo el momento en que un hombre debería besar esos ojos mojados, y él en realidad lo hace, pero solamente de modo espiritual y sin que ella lo note. Debería ser más sensible a esa casi sonrisa que ella sugiere, pero está muy embobado tratando de dar elocuencia a sus palabras. Sabe, cómo no va a saber, que el intento de liberarse de un laberinto implicó meterse en otro. Pero este es el último. Después del chau va a ser un hombre capaz de hacer cualquier cosa sin pensar en nadie. Va a ser el número cero. Todos los hombres en algún momento de nuestra vida nos creímos esa estupidez, así que dejémoslo, pobrecito, dedicarse con furia a ese viaje.
Esa noche, por última vez, hicieron el amor, de forma lentísima, de forma desesperada, y Marcelina, por supuesto, se embarazó.
Y para Marcelina la espera de su macho se convirtió en un asunto religioso. Lo imaginaba en la costa golpeando puertas, hablando con todo el mundo, hablando de ella, la búsqueda de trabajo de su marido, en sus fantasías, era heroica, épica. Le fallaron tanto el pasado como el futuro: del recuerdo de su historia romántica borró los infortunios, del proyecto a futuro inventó una historia de Aladino, llegándola a buscar en alfombra voladora y depositándola en un buen pasar brasilero, con paisajes nuevos, con hijos. El fantasma de Roberto era mejor que Roberto, y la pobre Marcelina no supo verlo, no se supo defender. Y cómo no ser débil, vulnerable, carente, una mujer sola, enamorada, con un bebé creciendo en su pancita de un papá al que no tiene cómo comunicarle que ya son una familia, cómo transmitirle con caricias lo inmenso que fue el amor de su última unión. Pasó el tiempo, semanas enteras, sin saber a dónde escribirle, y sin saber si correspondería informar a su familia antes de la vuelta. Pero no dejaba de imaginar en la vuelta la noticia, las sonrisas evolucionando a gritos, convirtiéndose en llanto feliz. Cuanto más tiempo pasaba, con más pena la miraban los vecinos de este pueblito de Misiones. Pero a ella, voluntariamente ciega a los malos pensamientos y a la maldad del de al lado, cuanto más tiempo pasaba más lindo le parecía que iba a ser el reencuentro.
Nadie piense que Marcelina fuera tonta: era una mujer tremendamente perceptiva. Pero si quería mantenerse entera estaba obligada a un especial esfuerzo para que el mal no gane. El mal, en este caso, residía en la suspicacia del ojo de sus vecinos. Los argumentos de los vecinos son fáciles de entender para cualquiera: “qué va a volver, está de joda en Brasil”, esas cosas. Los de Marcelina, difíciles: “va a ganar el amor”. Sería bueno no tener que separar en esta historia entre buenos y malos, porque hasta el más malintencionado de sus vecinos quería, en el fondo, que Marcelina tuviera razón. Somos todos iguales, pero en distintos mundos. Por eso le daban algunos trabajitos con los que financiaba la espera. Limpiaba casas, más que nada. Como era muy hermosa a nadie le molestaba tenerla en su living agachada para sacar la tierra de atrás de la cómoda. Ella lo sabía, y a todos sonreía, y a todos apuntaba con el brillo de sus ojos, que eran color miel, y así hasta pudo ahorrar, para darle una sorpresa a Roberto en su vuelta: tengo plata para el pasaje, Roberto, y para adornar con flores amarillas la casa, que es lo que me gusta, y para regalarte una botella de whisky que te vas a tomar mientras la mirás por última vez, comiendo un chorizo colorado, que es lo que te gusta. No tengas miedo, Roberto: los dos vamos a tener que cambiar mucho, que aprender mucho, pero vas a ser un buen papá.  
 Parecía que tarde o temprano iba a llover. Era un atardecer frío, y aunque a los mosquitos no les guste el frío, estaba lleno de mosquitos. Para Marcelina había sido un día pésimo, mucho trabajo, que cada vez se le hacía más difícil: cada dos por tres tenía que interrumpir por náuseas. Le dolía la columna. Ya hacía un par de meses que la pancita había hecho incareteable el embarazo, y tanto su familia como sus vecinos se dirigían a ella con una lástima molestísima. Le decían que deje de trabajar. Pero si dejaba de trabajar, ¿cómo iba a hacer para vivir? Claro que le gustaría dejar de trabajar, pero cuando llegue Roberto. Allá en Brasil, hasta que el nene cumpla un año, no pensaba trabajar. 
Parecía que tarde o temprano iba a llover. Era un atardecer frío y Marcelina volvía de un mal día de trabajo. Ella, que creyó durante todo este tiempo ser la que tenía una noticia que dar, era en realidad la que tenía una por recibir. Se cruzó al colorado Esteban, que volvía hacía poco de Brasil. Se encontraron de frente, en una nube de mosquitos.
Tengo que empezar de nuevo. Parecía que iba a llover y Marcelina volvía apurada a su casa después de un día de mierda, hacía frío, y lo encontró al colorado Esteban matando mosquitos. Cuando el colo la vio embarazada tuvo un escalofrío. Había prometido a Roberto no decir nada, y además a nadie le gusta dar una noticia así, pero cuando vio esos cachetes pecosos hinchados, esas tetas hinchadas, esa panza durísima, le dijo de un tirón: Roberto no va a volver. Se casó con una negra. Se queda. Tomá su número. Tiene domicilio fijo desde hace tres meses. No quería que vos lo sepas, porque si lo de la negra no funciona piensa volver con vos. 
Marcelina fue a los tumbos hasta el locutorio. Apretó cada botón temblando con todo el cuerpo. Roberto dijo hola.
Marcelina dijo hola.
Roberto hizo silencio.
Marcelina dijo hola.
Roberto hizo silencio.
Marcelina dijo hola.
Roberto dijo: perdoname, amor mío, es que hay algo que no funciona en mí muy bien. 
Marcelina cortó.
Caminó hasta la casa. Se acostó en posición fetal. Estaba preparada para llorar y no: a los cuatro segundos se paró y caminó hasta el cajón de los cubiertos. Es difícil contar lo que estoy por contar. El mundo y la locura se hicieron antes que nuestro idioma, y aparentemente siguiendo designios distintos. Primero caminó. A cada paso, su cabeza funcionaba peor. Recorría la casa, caminando rápido: se daba cuenta de que si no caminaba, las cosas quedarían como están. Pero lamentablemente tenía que caminar. Y con cada paso era menor la certeza de que en el próximo paso el suelo va a seguir estando. Cada vez más, al apoyar el pie, le parecía probable dejar de encontrar piso. Así que se agachó hasta llegar con ambas manos al suelo: antes de ir con la pierna, tenía que confirmar con la mano, porque el ojo ya no era suyo. Rodeaba en espiral el cajón de los cubiertos, y llegó. Eligió un cuchillo y se abrió al medio y sacó lo primero que vio: una estructura romboide, de tablas carnosas, con una manguerita suelta y frágil que empezaba en el vértice fornido y expulsaba un líquido arenoso. Había algo que probablemente era un ojo, pero que más que ver parecía respirar. Nada, ahí, latía, y muchos espacios eran aire, podía verse a través. Una parte estaba cubierta de algunos pelitos blancos. Marcelina asoció ideas, le clavó su navajita, y mientras empezaba a chorrear lo quiso tirar por la ventana. Pegó en el borde y quedó adentro de la casita. Ella estaba partida por la mitad, cada movimiento costaba el doble, y cuando ya mucha sangre había perdido, todavía más. Se arrastró hasta el feto y lo agarró entre las manos. Pensaba, de nuevo, intentar tirarlo, pero cuando estaba a punto una voz le dijo: siéntese sobre el obstáculo. Y otra dijo: faltan más de mil años y estás en silencio. Los pies de Marcelina a veces podían pisar el suelo, pero del corte para arriba todo se tambaleaba hasta llegar hasta abajo y girar. Su sangre había quedado en el rincón de la casita donde hizo el corte, y daba la sensación de que iba dejando atrás, una a una, partes de su cuerpo. Pero lo que atrás quedaba no era cuerpo, sino su densidad. Se iba a morir. Se miró las manos, las líneas de las manos, hizo gestos con las manos, que se desinflaban y ponían blancas. Por partes abajo de su piel se percibía un hueso chico. ¿Porqué nos aferramos tanto a la vida? ¿de forma tan bestia, tan apasionada? Cuando ella, años atrás, entendió que todo esto es un espacio de formación, una fábula, una escuela, parte de una ficción grande, fue solamente la compasión hacia quienes van a residir en la misma gran ficción lo que la llevó a tratar de hacer las cosas bien, a comprometerse con la vida. Esto, sí, es un cuento, se dijo, pero soy dueña de mi voluntad, y si en este cuento, dentro de un rato, otro personaje me deja contarle mi historia, el autor va a estar obligado a que, a partir de ese momento, ese otro personaje sea un poco mejor persona. Pensaba en esto mirando al feto, y se dio cuenta de que existía una sola posibilidad: sentarse sobre el obstáculo y respirar. Y no moverse: si se movía se alejaba del obstáculo, y si se alejaba lo fortalecía. Así que ni un músculo, preciosa. Una sola condición: inhalar. Una sola condición: exhalar. Faltan más de mil años y estás en silencio. Y así, como quien camina dentro de un sueño, sin proponérselo ni darse cuenta, construyó espacio. Y el espacio permitió que la materia de su cuerpo haga lo que hace lo que pulsa por vivir: ampliar su densidad. Y la densidad respiró de nuevo, y la materia encajó en el tiempo. Faltan más de mil años y estás en silencio. Y respirando entendió el tiempo, y entendiendo el tiempo entendió el amor, y cicatrizó. Y juntó las palmas de las manos y volvió a mirar el mundo de los objetos y todo era nuevo. Todo estaba lleno de luz.  
Al otro día salió a la calle y fue consciente de cada gota de rocío. Consciente del reflejo de cada nube en cada gota de rocío. Consciente del reflejo de cada hombre en cada nube en cada gota de rocío. Conciente del reflejo de cada gota de rocío en cada hombre en cada nube en cada gota de rocío y así con todo. Y vio en el aire el vapor que subía convirtiéndose en cielo. Y en cada grano de tierra vio los continentes. Y supo que era dueña de todo. Y que todo lo que veía estaba adentro de su cuerpo. Y que su cuerpo estaba hecho de el planeta, los lagos, la luna, la ciudad. De todas las cosas. De las diez mil cosas.
Cuando una mujer pierde todos sus sueños y se despierta, ¿qué debería hacer? Lo que más placer le de. En la vida de Marcelina, monógama desde la adolescencia, hacía falta, más que cualquier otra cosa, garche. Y se dedicó a garcharse a cada criatura del señor. Después de su experiencia al despertar, ese cuerpo de flor ya no necesitaba comer, dormir ni soñar. Más que mujer era una roca. Pero una roca hermosa como una misionerita de 22 años. Fue volteando, uno a uno, a todos los muñecos del pueblo. Fue conociendo todo tipo de pijas. Fue metiéndose en la concha todo tipo de partes de todo tipo de cuerpos. Primero cuerpos humanos, después animales, después vegetales, después minerales. Cada miembro del mundo. Y de los garchantes, se veía desde lejos que uno era el asesino y el otro era el que va a morir. Los hombres se le enamoraban y ella los iba destrozando. Y seguía, y seguía. Derribando cualquier tipo de prejuicio, no le importara el tamaño de lo que se metiera, porque lo que le importaba no era su placer: era el de un mundo al que aprendía a chupar el alma. De todo podía alimentarse. Nunca a Dios se le ocurrió que una de sus creaciones pudiera llegar a portar tan prodigiosa concha. Una mujer es una fuerza destructiva muy importante. En la mayoría de los casos, ver una mujer destruyendo a un hombre puede ser un deleite para los sentidos del hijo de puta promedio. Pero existen algunos hombres muy valiosos cuya ruina no puede ser deseada por ningún ser vivo. Ellos son el premio mayor para la que anda en búsqueda de víctimas. Después de frotarse cada fragmento de concha con cada fragmento de mundo, Marcelina emprendió la búsqueda de Roberto. 
Cuatro mil kilómetros corrió sin parar a comer ni a dormir. Qué lindo pueblo de playa brasilera, la puta madre. Frenó y olió mirando a su alrededor. A la tercera percepción, ya estaba en la casa de Roberto. Lo primero que vio fue a la negra. La boca de Marcelina se abrió al diámetro de 90cm., disparando una bala de cañón que, desde muy corta distancia, agujereó la panza de la negra. Sin oponer resistencia, la negra murió. 
Nuestra heroína caminó toda la casa, cada cuarto vacío. Se sentó en el sillón grande. Una gata gris se le acercó. Salía del cajón de las medias. Se hicieron mimos: las dos manos, la nuca, el espacio entre los ojos de las dos, esa cola larguísima y peluda que frotaba la papada de la otra. Esperaron, sin pestañear, cuatro horas, y él llegó.
Te voy a perdonar, hijo de puta. Tevoiaperdonarhijodeputa. Te voy a perdonar hijo de puta. Fue el polvo más largo de la civilización occidental. Años garchando se pasaron. Y después salieron a comer a una pizzería. 

viernes, 5 de julio de 2013

Dale, por favor, le dije mordiéndole la uña del índice, si total ser policía es vestirse de policía, juguemos, le dije mirándolo al cuello, a que vos sos policía y venís a rescatarme del sapo, como en el cuento de Laiseca. Me disfrazo de gorda pedorra y hago un escándalo en el edificio, grito, les pongo a los viejitos las tetas en la cara, llamo mucho mucho la atención, si total ser gorda es vestirse de gorda. Cuando las mujeres estén a punto de tirarme por el balcón llegás, de azul y con gorrita, me esposás y me fajás, para que los viejitos tengan con qué soñar esa noche. Y lo miré fijo mirándole fijo el ojo derecho, que es el más calentón. Dijo sí justo en el momento en que empezó a salirnos todo mal.
Al otro día, para mi sorpresa, la joda se convirtió en realidad. Al despertarme a la mañana estaba convertida en una gorda pedorra. Primero me asusté, pero cuando con mis manos de ballena comilona empecé a sacudirme las tetazas decidí amar este cuerpo nuevo. En el sapo no pensaba hasta que a través de la ventana vi parte de su ojo inmenso. Quise picarlo con la escoba de paja y me habló:
- Putona.
Dijo. Le metí una teta en el ojo y el ojo se movió como el agua de un lago en el que cae una piedra. Su pupila se dilataba, posible señal de una pajita rápida, así que me asomé a ver. Vi esa pijaza afiladísima, llena de venas siniestras por las que circulaban su amor y su violencia, que cuando se mezclan se convierten en sangre. ¿Cómo vas a hacer para entrar, sapito mío? Putona. Y por la ventana entró su pie de pato, y después entró su pierna de grillo, y su cintura de pato, y su pecho peludo, y su cara de viejo forro. Tenía que encorvarse a pesar de que mis techos son altos. Putona. Qué sensación de irrealidad. Empecé a sacudir la panza haciendo la danza de los rollos. El empezó a meter mano. La pijaza, que nacía a la altura de mi nuca, pasaba del violeta al negro. Siempre doy lo que me piden, incluso a los que no saben qué me están pidiendo. Me empapé de la cabeza a los pies, y me abracé a esa poronga con brazos y piernas, y agarrada con todo el cuerpo seguí haciendo la danza de los rollos. La cabeza rosa parecía querer regurgitar, pero para que todavía no termine le clavé en su agujero mi estatuita de Buda, haciendo de tapón, dejando el semen adentro. De los ojos del sapo caía agua salada que usé de lubricante. Siendo tan gorda pensé que me pueden cojer por el ombligo. Pero con la del sapo no hay manera: nunca una pija me transmitió tanto dolor y tanta felicidad. Empezó, lentamente, a abrirse mi conchaza. Parecía el apocalipsis. Truenos, maremotos, nubes negras y rayos llevando la estaca de mi clítoris del sur al norte. Putona. El sapo abrió su boca y pegó sus labios faciales a los míos vaginales. Como la boca del sapo mide entre dos metros y medio y tres, calculo que con orgullo puedo decir que mi concha, bien dilatada, hace honores a la fisonomía de este titán de los monstruos. Sentía entrarme la lengua, especie de intestino helado que se enrollaba adentro mío buscando economizar espacio y asentándose en cuello hombros y tetas. Después, el resto del sapo también fue entrando. La cabezota, el larguísimo cuello, los brazos, el tronco, lo demás. Lo sentía jugar con mi hígado, enrollarse en mi corazón, cabalgar mis vísceras, y me sentía cambiar el alma, sentía mi espíritu y el del sapo bailar una conga a la altura de mi garganta, sentía mi parte metafísica amar como solamente puede amar un sapo. Me miré en el espejo. Ya no era más esa gorda: era la flaca de antes, pero con ojos verdes, verde sapo. Me miré más de una hora primero con miedo de enloquecer pero al rato entendiendo que esa sensación no es la locura, sino la libertad, una forma de libertad nueva para mí. Quedé desafinada. 
Al rato llegó el otro boludo vestido de policía y supe que será mi obligación no contarle a nadie del sapo, llevarme el secreto a la tumba. El boludo vestido de policía se indignó porque yo ya no tenía ganas de hacer todo el teatro que habíamos planificado, y ni siquiera de cojer. Perdoname, le dije. Por favor perdoname, por favor andate de mi casa, y estiré la lengua cazando una mosca. 

miércoles, 26 de junio de 2013

I

La verdad: todos juntos parados en la orilla, mirándola. Ahora lo niego porque se re va a agrandar, pero nos baboseábamos mal mirándole el culo y las gambas. Ahora le digo algo como que se nos había ido la pelota al mar. Pero nos juntábamos en patota a mirarle el culo a Gabriela y ahora vivo con ella.
16 años de un amor de víctima y victimario. Estábamos locos cuando me vio con un pantalón corto de jean y una camisita de tela finísima y azul, un poco rota, como es natural en el género de las camisas de nene lleno de tierra. Tierra: abajo de los ojos, en la nuca y mucha en los muñones: rodillas, talones y muñecas. Pero blancas como un hueso las nalgas, el pubis y las caderas. Gabriela era la primera o una de las primeras con buenas tetas en todo el pueblo. Cualquier adulto se hubiera dado cuenta de que a los 20 ya sería una gordita, para nosotros su cara y su manera de despreciarnos eran las de un minón eterno. Pero la eternidad, como se aprende en la calle, no existió.
No criamos chicos para poder seguir fajándonos. Voy a esquivar la autobiografía. Gab, a los 25, al cumplir, empezó a escaparse de casa. Salía como si nada y supongo que sin planearlo no volvía esa noche. Me fue criando, al principio se borraba una noche sola y cuando me acostumbré más. Y yo me hacía el que no, pero estar solo en nuestro departamento me fue haciendo triste.

- ¿Gaby?

o

- ¿Gab?

o

- ¿Churrasquita?

o

- ¿Gabriela?

Decía cada vez que escuchaba un ruido en ese departamento muerto. A veces era ella, porque casi siempre volvía. Pero progresivamente fue dejando de volver. Y yo gritaba su nombre como un ridículo.
Me gusta pensar en la piba a la que le mirábamos el orto en la playa del pueblo. Teníamos casi la misma edad pero ella era más mujer, y así nos fue. A veces me perdía (flaquito y grosero) en su día. Los dos creíamos ser más inteligentes que el otro. Nos mudamos juntos a Buenos Aires. A veces me siento a cocer y ella no tolera que piense en otra cosa. Camina todo el departamento esperando que la mire y yo prefiero jugar a no mirarla. Me apoya la cabeza en el hombro o en los muslos y me pregunta si todavía la quiero. Y a mí me quema la aguja pero me la banco y le respondo la verdad. Y ella sigue caminando de norte a sur, de sur a norte, en este departamentito que a la noche parece una carnicería. A veces, para concentrarme en la tela y buscar un ritmo a las puntadas, cuento sus pasos. Después me dice

- Odio que no me des pelota.

- Diste 628 pasos. Y los dos suspiramos. En la mesa ratona hay tres platos sucios, dos vasos, una taza, un libro, un repasador, dos ovillos de lana blanca, dos ovillos de hilo blanco, un dibujo de un cangrejo, su diario íntimo abierto, su cartuchera, una botella vacía, un salero, sal volcada. En el piso hay ropa y papeles escritos. En un rincón la licuadora.


II

La primera vez que vi una cabeza en el freezer Gaby me convenció de que era una cabeza de chancho. Parece de persona, dije. Gaby se sacó y pegó un grito: ¡PERO ES DE CHANCHO! Dijo y salió dando un portazo. No es que yo no diferencia un chancho de una persona. Es que, realmente, ese señor debe haber sido realmente feo, y yo a Gaby la quiero mucho, le creería cualquier cosa. A los pocos días me dieron ganas de comer una mandarina. Abrí la puerta, me agaché al cajón de las verduras y mi sorpresa fue grande cuando vi que albergaba trece manos izquierdas. Imposté voz de enojo y llamé a mi chiquita. ¿Qué es esto, Gaby? Le pregunté. Alitas de pollo, respondió, poniéndose un guante, saliendo de nuevo a la calle. En casa nos gusta mantener sana la convivencia, respetar los espacios del otro. Así que dije: me compro una heladera para mí, tenemos una heladera cada uno, a la tuya ponele un candado para evitar confusiones y chau problema, si te he visto no me acuerdo.


III

Durante una de las desapariciones largas de Gabriela vino a casa un hombrecito. Yo estaba en el baño lavando con jabón blanco y un cepillo una mancha que le había salido al colchón. Frotaba y frotaba, pero la mancha seguía exactamente igual. En eso escuché dos golpes suaves en la puerta, que por su cadencia evidenciaban el llamado de un visitante, aunque por su volumen más traían a la mente la idea de un ratoncito. Me sequé las manos y los brazos y miré por la mirilla. No había nadie. Entorné la puerta y me asomé: un viejo enano y flaco, la terraza de su cabeza apenas llegaba al picaporte. Por la puerta entreabierta se escabulló dentro de la casa y con atropellada velocidad ocupó el sillón de Gaby. Lo hizo de un salto y mirándome empezó a sacudir sus zapatitos amarillos, que no llegaban al suelo.
-
            -      ¡INSPECTOR DE HELADERAS! - Gritó sacándose un guante.

Después guardó silencio y nos miramos durante diez segundos que me parecieron un siglo de los largos. Yo debo haber palidecido. El temido día había llegado. El hombrecito sacó de su cabeza su sombrero y lo apoyó en su falda. Volvió a gritar.

-   -    ¿¡CUANTAS HELADERAS TIENE!?

Y no me dio tiempo a responder, que con otro grito preguntó.

-        -  ¿¡PORQUÉ TENÉS DOS HELADERAS!?

Otra vez no esperó mi respuesta, aunque sí respondió a mi pensamiento, quizás por alguna extraña facultad parapsicológica, quizás por un afiladísimo don de interpretación de la gestualidad ajena. Volvió a hablar, aunque ahora hablando muy bajito:

-         - Ya sé, ya sé. No me lo diga. Una heladera es suya y la otra de su mujer. La suya está siempre abierta y la de su mujer cerrada con candado. ¿Cómo se permitió, mi buen amigo, llegar a este punto, a esta carencia de amor propio?

Yo transpiraba, temblaba. Estaba dispuesto a hacerlo todo para defender la heladera de mi amorcito. El corazón me mareó, los sentidos se me desbalancearon. Metí la mano en mi piloto y empuñé la picana que siempre llevo entre mi ropa. El hombrecito se rió por la nariz.

-         -  ¡OLOR A CARNE PODRIDA! Gritó

Apreté la picana y abrí la oreja, porque siguió hablando.

-         - Paso a describirle el procedimiento. La heladera de su mujer va a ser abierta. De comprobarse, como sospecho, que su interior guarde evidencias de uno o varios crímenes, la heladera será clausurada con el fin ulterior de evitar próximos asesinatos. Yo sé que ustedes guardan la llave del candado en una cajita que está arriba de la azucarera, dentro de la alacena. Pero necesito, por una cuestión formal, protocolar, de papeleo, de planillas, que usted, voluntariamente, coloque la llave dentro de mi mano. Así que, ¿me da la llave?
-         - No.

Le dije, y me abalancé intentando electrocutarlo. Pero la picana estaba desenchufada, y él volvió a reírse. Sacó de su pantalón una pinza enorme, del tamaño de su cuerpo entero, que bien podría haberle servido para romper el candado. Pero la usó para arrancarme las uñas.

-         - ¿Me da la llave?
-          -No.

Y agarró con la pinza mi ojo izquierdo y lo giró, dejando su parte inferior arriba y viceversa.

-         - ¿Me da la llave?
-          -No.

Y cortó mis dedos, uno a uno, y cortó mi nariz.

-         - ¿Me da la llave?
-         -  No.

Y cortó todas las partes de mi cuerpo que pueden ser utilizadas para el sexo.

-         - ¿Me da la llave?
-         -  No.

Y sacó de mi panza mis intestinos, que se me revelaron como una lechuga agusanada, y los dejó entre los platos sucios.

-         - ¿Me da la llave?
-         - No.

Y empezó a darme trompadas en la piel de la cara, y a cada puño suyo yo me sentía más de plastilina, porque mi cara maleablemente daba lugar llenándose de agujeros con forma de puño de enano.

-         - ¿Me da la llave?
-         - No.


Y mi cara se abrió dejando entrar la luz, y yo ya parecía un pochoclo, y mi cuello se quebró, y mi corazón estrujado se portaba como el pájaro más tonto de todos, como una paloma que pudiendo volar elige caminar. Y con lo que me quedaba de un ojo al mismo tiempo que daba mi última exhalación y decidía morir, veía al enano sacudirse el polvo de su saco, ponerse prolijamente el sombrero e irse caminando, perdiéndose en un horizonte de ningún lado. 

martes, 28 de mayo de 2013

I


Antes de pensar ya había pensado. Y lo que creyó su pensar fue una brisa evitable. Él vive para esa brisa. Yo, cuando no estoy de humor, pienso que eso es la tontera. Pero la mañana siguiente respiro, nado, agradeciendo a esa brisa con la piel. La casa estaba vacía y cerrada. De su interior escuché ladridos con algo tormentoso. Me despabilé y me acerqué, pero con caminar lento. Al llegar abrí la puerta y Chasquido salió, con su lengua colgando. Caminamos juntos. Yo no sabía qué hacer de mí: había algo doloroso y exasperante en no poder escapar del ahora. Apoyé mi espalda, en toda su enormidad, toda su absoluta carne, en un árbol viejo. Y por el amor del árbol me fui olvidando del choque del agua contra la orilla mala.



II


Si me quedé callada fue al darme cuenta de que ninguna de las personas que me estaban acompañando era capaz de entender la relación entre el fuego y todo lo que el árbol acumuló del sol durante quién sabe, cien años, antes de convertirse en mi leña. Y la carne, sus posibles colores.



III


No existe plenitud sin espacio. No hay amor sin viaje, ni viaje sin tiempo. ¿Qué es el viaje? No sé. A los que viajan hasta acá los desafío, para viajar. Las líneas del pino desafían y viajan. Algo en la casa ladra. Antes de escribir ya había escrito. Se imposibilitaba el mundo, se imposibilitaba el fuego. El drama de las rocas siempre estuvo escrito.



IV


La comedia del tallo que interrumpe el barro. El chiste es que el tallo sufre por ser él mismo en un lugar así. Debería inventar personajes para que acepten mi escritura. La llegada de personajes a la casa, por decirlo así, confirma mi existencia y forma. La comedia del cuerpo que interrumpe el espíritu. Debería inventar formas que me digan que sigo existiendo. A veces veo en el color de la brisa que los años pasaron, y en esos años ninguna santidad: una familia atrás de otra mirando mi leña arder, bañándose en mi agua, juzgando mis flores. Y ni siquiera en la rajadura de las caídas de sol una forma que me diga aparecé, hablá, mostrá los dientes. Y yo estoy quebrada de amor y de odio.



V


Cuando un chico joven me presiente veo en su cuerpo la exaltación vigorosa cuya casa son la duda y el miedo. Cuando me intuye un viejo hay tristeza rocosa, resignación. Los bebés ven a Chasquido y se ríen o lloran. El deseo de estar en la orilla de en frente me arrastra a moverme confundida, a asustar.



VI


El cuerpo del hermano mayor me hace existir. Y para eso lo inventé. Y para eso lo siento a escribir. Todos huelen un poco de la brisa fina, todos se arriman a la orilla mala para mirar la orilla de en frente. ¿Sentirán mi nervio? Pero van a poder vivir sin mí y sin el nervio. Ya había pensado, ya había escrito lo pensado, pero sigue, y si sigue es por su insensibilidad al antes. Nada en mi río, sin conocer los siglos que pasaron antes de que yo me anime a sentarme en los escalones del muelle, mojándome los pies. Es mi eco, el hermano mayor es mi eco, como son mi eco mis palabras, como son su eco sus palabras.